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49º FESTIVAL DE VENECIA

Bertrand Tavernier lleva el gran cine a la Mostra

El cineasta convierte en apasionante ficción un documento sobre el infierno de la droga

Llegó por fin al Lido el cine, el gran cine. Lo trajo anoche Bertrand Tavernier, uno de los pesos pesados del cine francés actual. Su obra, larga y apasionante, tiene un título aparentemente enigmático: L 627. Así se conoce en Francia a la ley de ese número, que autoriza a la Policía Judicial a retener en sus dependencias durante cuatro días, antes de enviarlos a un médico, a los drogadictos y a los pequeños camellos. La película tiene ambición de documento y forma de ficción. Funde lo verdadero y lo imaginario. Y lo hace sin moralina, con dolorosa sinceridad, pues Tavernier conoce desde dentro esa peste contemporánea, y esto se percibe en la ligereza y precisión de su magistral secuencia, que recuerda a los grandes clásicos de la edad dorada de Hollywood.

La película está dedicada por Tavermer a su hijo Niels, que es uno de los intérpretes del grupo de policías que protagoniza la acción. Este muchacho fue atrapado en su adolescencia por la tela de araña del opio químico. Tuvo suerte: sobrevive y ahí está, dando su rostro a uno de los hombres que le cazaron en alguna acera de la mala vida, hace ocho años, de este mercadillo de muerte desparramado por las arterias ocultas de la ciudad.De ahí que Tavernier no se haya decidido a hacer abiertamente una ficción. Él mismo lo explica a la perfección: "Pretendo mostrar el universo de los policías de la sección de narcóticos sin ponerme anteojeras ideológicas, sin caer en la trampa del lenguaje indigesto de los burócratas y sin plegarme a la dictadura de lo políticamente correcto. No cabe con decencia en este asunto adoptar un punto de vista turístico: o te metes dentro de él y te impregnas en su mierda hasta el cuello, o más vale no meterse, irse con la cámara a otro lado. No se sale nunca limpio de una incursión de esta especie. Toda la interioridad de ese infierno está contaminada".

"Pretendo representar esa interioridad", prosigue el cineasta. "Y para ello, para capturar con justicia la tarea cotidiana de estos policías, hay que introducir la cámara en su peculiar ritmo de vida, en el estado de espíritu que anima su trabajo y lo hace posible. Su trepidación cotidiana es casi una rutina: no hay aventura propiamente dicha; sino un que hacer uniforme". persistente, dentro del que apenas caben los imprevistos".

"Pero para hacer esto", añade, "hay que sentirse personal, incluso íntimamente motivado. Y yo lo estoy. La droga ha mordido en mi propia carne y sentí su zarpazo. De ahí que no me sirvan las coartadas éticas o ideológicas. Nada nuevo que contar, salvo lo viejo, lo de siempre. En este infierno cotidiano la realidad contiene más inventiva que cualquier invención. Lo que ocurre ahí dentro es más extraño, más patético e incluso más trágico que lo que ocurre dentro de' cualquier ficción novelesca".

Humildad

Hay por ello que aceptar los hechos en cuanto tales, huir como de la peste de la tentación de hacer poema o fábula, de imponer a la película la primacía del yo creador, operación de baja estética narcisista que aquí sería literalmente indecente. Pero descartada la moralidad ideológica, queda tan sólo el verdadero enfoque moral del problema. Y para alcanzarlo se requiere en abundancia la mayor virtud que adorna a los verdaderos, a los grandes cineastas, a los genios de su oficio y su arte: la humildad, la renuncia a la impostura de la autoría superpuesta al enunciado de la verdad en su apasionante simplicidad de fondo.Y Tavernier alcanza este estadio superior de la creación cinematográfica, que es el de las grandes obras -alegres y trágicas al mismo tiempo e indistintamente- de John Ford y, sobre todo, de Howard Hawks, cineasta eterno y transparente, cuya estela sigue Tavernier en esta su dramática, alegre y, en su representación de una muerte cotidiana, pletórica de vida, película.

Es una obra coral: un grupo, una piña humana en su trabajo tozudo, sucio y doloroso, de la caza del hombre. El ritmo interior de la representación fílmica de este quehacer diario posee una agilidad casi olvidada por el cine: ahí es donde la sombra magistral de Howard Hawks entra a raudales arrojando luz en el interior de la caverna y haciéndola paradógicamente vivible. No hay buenos. No hay malos. Hay sólo hombres, gente humana sometida a las leyes de un oficio o a las infraleyes de la opresión de una sociedad fracasada, de cuyo fracaso ellos son las víctimas más fáciles y vulnerables. No hay aventura. Hay la suprema ficción de la verdad escueta y esculpida con mazazos de evidencia. Y hay humor, alegría incluso: "¡Síguelo, síguelo! No pierdas de vista a ese coche", dice uno de los cazadores de droga; "Está girando a la izquierda", responde el otro. "Entonces ya sabemos algo del conductor: no es del partido socialista".

"Sí, lo es", afirma con seca energía Tavernier. "Lo es del todo y con todas las consecuencias: una denuncia y una denuncia indignada. Es turbio y estomagante lo que pasa en Francia, e imagino que en todo Occidente, pero yo vivo allí. A los políticos y los burócratas se les llena la boca hablando de Maastricht y se despellejan, los unos a los otros sacando votos de donde pueden. Pero yo invitaría a todos los policías antidroga y a todos los enganchados y a todos los camellos negros y blancos, árabes y franceses, a que se concentraran a morir lentamente ante las puertas del Parlamento. Así serían noticia".

El sentido del escándalo

Tavernier se calla. Su mirada, de pronto, se hace dura y en ella brilla la violencia de los verdaderos hombres de paz: el sentido del escándalo. Un periodista levanta la mano: "Veo en su película cierto racismo encubierto". Tavernier salta: "Eso sólo puede verlo un racista o un idiota", dice sin mirarlo, mirando mucho más allá del racismo y de la idiotez que, poco a poco e inexorablemente, invanden a Europa.

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