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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El mapa de Canadá

EL 12 de agosto, Canadá firmaba con EE UU y México un acuerdo económico que permitirá la constitución del mayor mercado único del mundo. Sin embargo, frente a esta proyección externa, el Gobierno de Brian Mulroney tiene que librar en el frente interno una dura batalla para contener las corrientes centrífugas y las amenazas de desintegración de una realidad multinacional en la que intereses contrapuestos entran con frecuencia en disputa.Tres son los factores que impulsan estas tendencias disgregadoras: primero, las reivindicaciones nacionalistas de Quebec, cuya población, mayoritariamente francohablante, supone el 24% del total del país (27 millones) y exige un reconocimiento de sus rasgos culturales y nacionales específicos; segundo, la aspiración al autogobierno de las poblaciones autóctonas (inuits), que, pese a su escaso número, ocupan extensas zonas del norte, Y tercero, el clima de rivalidad permanente existente entre las 10 provincias -incluso entre las anglosajonas- y que ha dificultado extraordinariamente la negociación con Quebec.

Tras laboriosas negociaciones, Mulroney logró el 22 de agosto un compromiso con los jefes de Gobierno de las 10 provincias y con los líderes inuits. Quebec será reconocido como una "sociedad distinta" con derecho a la promoción cultural, idiomática y de justicia propias. A los aborígenes se les reconoce el derecho al autogobierno, aunque éste habrá de ser negociado en el futuro. En el nuevo Senado (cuyos miembros serán elegidos, no designados, y que podrá vetar determinadas leyes), cada provincia tendrá la misma representación, seis escaños, y cada territorio, uno. Se amplía la Cámara de los Comunes, de 295 a 337 miembros, aumentando el número de diputados de las provincias más pobladas y compensando a las que salen perjudicadas con la reforma del Senado. Quebec quedará con el 25% de los escaños, como garantía de que no estará infrarrepresentada en el futuro a causa de su menor tasa de crecimiento demográfico. Se trata, evidentemente, de una reforma constitucional amplia y profunda, del diseño de un nuevo Canadá.

Sin embargo, el compromiso, aceptado por todos los primeros ministros provinciales, fruto de un esfuerzo notable de conciliación y que intenta satisfacer todas las aspiraciones (lo que siempre comporta el riesgo de no lograrlo por completo con ninguna), aún tiene que recorrer un largo camino. El principal obstáculo es el clima político en Quebec, donde existe un partido separatista que presiona en favor de una proclamación de soberanía. Es más: la Ley 150 del Parlamento provincial obliga al Gobierno a organizar un referéndum antes del 26 de octubre, y no es seguro que los ciudadanos acepten el acuerdo, pese a que el primer ministro, Robert Bourassa, haya declarado que está "muy satisfecho" y que "Canadá entra en la senda de la estabilidad". En su propio partido, especialmente en los sectores juveniles, hay una fuerte oposición a la fórmula acordada.

El acuerdo puede tener problemas, además, en dos provincias anglosajonas, Columbia Británica y Manitoba, donde se aprecia una seria resistencia a aprobarlo. Si la cuestión se sometiera a referéndum, no podría descartarse una victoria del no. El peligro es que el plan corra la misma suerte que el del lago Meech, en 1990, que se vino abajo por la oposición de dos primeros ministros (el de New Foundland y el de Manitoba), que se negaron a que sus provincias no gozaran del mismo reconocimiento que Quebec. La atmósfera es ahora más favorable. En cualquier caso, son los canadienses los que deben decidir si quieren que Canadá siga existiendo y cómo quieren que sea. Lo único que puede pedírseles es que lo hagan en paz, sin que les llegue, ni remotamente, el contagio de ese virus del odio interétnico que está ensangrentando la antigua Yugoslavia.

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