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La crisis brasileña

Es imposible reducir la crisis política de Brasil a una cuestión de corrupción, como si no se tratara más que de sustituir a un presidente mezclado en asuntos turbios por un vicepresidente honrado y austero. Conformarse con una explicación así sería ceder a todos los prejuicios más arrogantes con respecto al Tercer Mundo, dando por supuesto que es irracional, mientras los países desarrollados no padecen más que crisis serias, de naturaleza económica o ideológica. Por tanto, intentemos definir la situación de Brasil, país cuya modernización económica desde hace más de medio siglo ha sido considerable y que ha dado muestras -a partir de 1982 y de la dramática crisis de los pagos de la deuda externa- de un rigor y de una valentía que los países europeos podrían envidiar y deben, cuando menos, respetar.Toda América Latina, al igual que toda la Europa poscomunista, ha pasado de políticas voluntaristas hacia un modelo liberal de desarrollo. En parte debido al derrumbamiento del modelo soviético, hacia el que habían mirado muchos nacionalistas tercermundistas y sobre todo Cuba, en parte con o consecuencia de la creciente parálisis de las políticas proteccionistas que llevaban a defender producciones no competitivas y, sobre todo, a mezclar economía y política en un inmenso clientelismo de Estado. Hoy en día, nadie discute ni en el Este ni en el Sur este gran giro. Tanto menos en América Latina cuanto que desde finales de 1990 la afluencia neta de capital extranjero ha vuelto a ser positiva. El descenso de los tipos de interés norteamericanos anima incluso a los capitales exiliados a regresar a su país, donde es verdad que buscan tipos de interés rentables en lugar de inversiones productivas a largo plazo. Y el dinero extranjero entra en grandes cantidades, sobre todo en México y en Chile, pero incluso en Bolivia, que fue el primer país que se estabilizó. Chile, primero bajo la dictadura de 1984 a 1989 y después bajo un régimen democrático, ha practicado una política de exportación y de recuperación económica que ha obtenido resultados espectaculares, siguiendo un proceso que recuerda al de España. México tiene buenas razones para esperar un impacto positivo del tratado de integración económica de América del Norte, y Argentina ha vencido a la hiperinflación rompiendo abiertamente por primera vez con una economía basada en la renta.

¿Y Brasil? Este país es el único del continente que, durante medio siglo, ha logrado su desarrollo económico siguiendo un modelo nacionalista. Esto se debe a su inmensa extensión, gracias a la cual su mercado interior, a pesar de la extremada concentración de ingresos, tiene un tamaño importante, y también al papel central que ha desempeñado siempre el Estado de origen portugués, es decir, colbertista. El milagro brasileño, dirigido por Delfim Neto, lejos de haber constituido el triunfo del liberalismo, fue el triunfo de las empresas y de los fondos públicos de inversiones. Basta con comparar Petrobras y Pemex para ver la distancia que separa a un nacionalismo económico serio de una economía devorada por el clientelismo de Estado, como la de México antes del giro impuesto por De la Madrid y más tarde por Salinas. La ventaja de esta política de inspiración cepalina fue la formación de agentes sociales modernos en Brasil: empresarios agrupados en la FIESP, sindicatos, libres y negociadores, la CGT y sobre todo la CUT, creadas a partir de las iniciativas de Lula en la industria moderna de los barrios periféricos de Sáo Paulo, Intelectuales sobre todo paulistas, los mejores del continente, que han proporcionado al país experiencia y reflexión. El éxito del modelo nacionalista es lo que explica que Brasil se resista al viraje liberal. Lo que era una ventaja se ha transformado rápidamente en un obstáculo para el desarrollo. Mientras que Estados Unidos, Europa y Japón daban un paso adelante en el terreno tecnológico para responder a las crisis del petróleo, Brasil no pudo bailar al mismo son, y sus industrias, la informática sobre todo, pero también la industria automovilística, quedaron retrasadas. En circunstancias económicas extremadamente difíciles, la antigua política social se ha transformado en un populismo de bolsillos vacíos, es decir, una inflación cada vez más fuerte, una de cuyas principales consecuencias es agotar los recursos fiscales del Estado y acentuar aún más las desigualdades sociales. Cuando Brasil emprendió a su vez una política liberal, lo hizo adoptando las medidas más discutibles, es decir, destruyendo la capacidad de intervención del Estado, desorganizando una función pública que era de las mejores del continente y que está ahora gangrenada por la pobreza y la corrupción. Todas las categorías sociales se han replegado hacia el Estado, acentuando su presión sobre él para escapar a las consecuencias de la inflación. Esto vale tanto para los empresarios como para los sindicatos. El actual régimen de Brasil no es más que la caricatura del antiguo nacionalismo económico, y su carácter democrático es básicamente formal, puesto que las desigualdades sociales no dejan de aumentar. La corrupción se extiende por todas partes. La caída inevitable de Collor pondrá fin a este periodo ruinoso de difícil transición entre un nacionalismo económico que fue brillante y un liberalismo que impone, aquí como en todas partes, una difícil reorientación de los recursos.

Esta crisis dolorosa agrava la miseria de muchos, pero las perspectivas de Brasil siguen siendo muy positivas. Brasil no era un país subdesarrollado en progreso, sino un país desarrollado pobre; porque ya contaba con todos los elementos de una sociedad moderna: capacidad de inversión, espíritu de empresa, capacidad técnica, fuerzas de negociación social, ambiente intelectual y cultural de una gran riqueza. Brasil es el último país del continente que ha emprendido la revolución liberal, pero será el primero en reconstruirse y en progresar dentro de una economía modernizada, gracias sobre todo a la solidez de sus agentes sociales, que no se encuentran ni en México ni en Argentina -tan sólo en Chile-, y a la importancia de su industrialización. Con la condición al menos de que reconstruya su Administración pública y acelere el desarrollo científico y universitario iniciado por el rector Goldenberg en Sáo Paulo, y después a nivel federal. Al margen, del destino personal del presidente Collor, lo que está en juego es la transformación -aplazada durante mucho tiempo, pero que ofrece muchas esperanzas- de un país cuya modernidad ocultan las imágenes difundidas por todas partes. Brasil debe y puede reconstruir rápidamente su economía, para acometer después la que es su gran tarea para el siglo que viene: atenuar radicalmente las desigualdades sociales, algo que no puede hacerse sino a través de una fuerte intervención del Estado y del desarrolló de fuerzas de reivindicación y de negociación social.

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es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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