Alemania no es eso
LOS RECIENTES acontecimientos de la ciudad de Rostock, en la antigua Alemania del Este, y el constante goteo de violencia protagonizada por grupúsculos neonazis se combinan con el macabro recuerdo del holocausto de hace 50 años para acabar componiendo la imagen terrible de una Alemania racista y xenófoba, poderosa y arrogante, que, una vez conseguida su unificación, se aprestaría a ejercer el matonismo.Pero nada más lejos de la verdad. Paradójicamente, Alemania es el país occidental que mayor número de refugiados recibe y el que, aunque sea obligado por la vieja Constitución, mejor los trata. En lo que va de año han pedido asilo político en ese país 250.000 personas, y todo apunta a que antes de que finalice la cifra puede haber alcanzado el récord de medio millón. Esta cifra no incluye ni a los refugiados que llegan de la guerra civil yugoslava ni a quienes cruzan la frontera y deciden quedarse a trabajar al margen de la legalidad de su estancia. Ni tampoco a los más de cinco millones de extranjeros que viven y trabajan legalmente en el país.
Pero estos refugiados que son el objeto de las iras neonazis y el centro de la batalla política interpartidista se acogen al artículo 16 de la Constitución, que obliga al Estado a aceptar a cualquiera que se presente como perseguido político y le concede el beneficio de la duda, obligando a la Administración a hacerse cargo de su manutención y alojamiento mientras. decide si le concede o no este estatuto.
Son las instituciones regionales y locales las que deben buscarles techo y mantenerlos, por lo que estos cientos de miles de personas de toda procedencia (aunque finalmente menos de un 5% de entre ellos consiga el estatuto de refugiado) se pasan años repartidos por todo el país, en pequeñas ciudades y pueblos.
La escrupulosa relación de los alemanes con la ley, incapaces de una interpretación flexible, les impide, ya en la misma frontera, aplicar un criterio más selectivo con estos supuestos refugiados políticos, que en el fondo son emigrantes económicos. Es necesario, se dice la clase política, cambiar la Constitución para limitar este generoso derecho de asilo. Y con esta excusa, democristianos y socialdemócratas, los primeros porque la quieren cambiar y los segundos porque se oponen, han estado jugando con, fuego durante más de dos años. Las consecuencias se han visto ya claramente en Rostock, y seguramente no será un caso único.
Pero lo más falaz de todo es que los asylanten no representan más que una pequeñísima parte del problema de la emigración. Europa Occidental es en la actualidad una de las escasas islas de bienestar -incluso ahora, en plena recesión económica- que quedan en el mundo. La historia enseña que parar a los pueblos cuando buscan de qué alimentarse es tarea imposible. Como pueblo situado en la frontera -al igual que España-, Alemania ha propuesto varias veces, con resultado infructuoso, que el tema de la emigración se trate en la Comunidad Europea. De hecho, sólo una política europea sobre este tema tiene posibilidades de ser viable.
De los sucesos de Rostock hay otra curiosa lección, ni la izquierda ni la militancia política están muertas. Cuando todavía no hace nada se pronosticaba el fin de las ideologías, hace unos días y en torno a un tema clásico de la izquierda europea como es el del racismo y la violencia neonazi, decenas de miles de jóvenes se reunían en Rostock tras las banderas de todas las corrientes de izquierda que han llenado el siglo, desde el anarquismo al maoísmo o el trotskismo. He ahí otro efecto no previsto de la reunificación alemana.
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