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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La cosa está mal

EL GOBIERNO empieza el curso con suspenso en economía, según la calificación otorgada por los españoles, que, en su mayoría -un 55%-, rechazan la política aplicada. Sólo el 22% de los ciudadanos cree que la situación económica es buena, según ha puesto de manifiesto una reciente encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Ese pesimismo generalizado viene avalado por el último informe del Banco de España, que echa por tierra las tímidas expectativas de recuperación que los datos de los primeros meses del año parecían apuntar. El banco emisor certifica lo que ya había adelantado el Ministerio de Economía respecto a la difícil coyuntura, pero va más allá en sus negativas previsiones, pronosticando para 1992 un crecimiento inferior al 2%, por debajo no ya del 3% adelantado a comienzo de año, sino incluso de la revisión (en torno al 2,5%) posterior. Un crecimiento, pues, inferior al que suele considerarse umbral mínimo necesario para reducir las tasas de desempleo. Es cierto que ello es en parte resultado de factores exógenos: las frustradas expectativas de crecimiento en la Alemania unificada y la mala evolución de la economía en Japón y Estados Unidos. Pero los datos son consecuencia también, según la autoridad monetaria, de los desequilibrios inherentes al modelo de crecimiento seguido en los años de bonanza.Ha sido el consumo -y no la inversión y el empleo- el que ha tirado de la economía española. Ello ha permitido, un periodo de alegría y crecimiento, a costa de la inflación, pero ha terminado por mostrar que es una base insostenible cuando el empleo cae y sectores dinamizadores, como la construcción, entran en recesión, concluidas las obras punta de los acontecimientos del 92 y liquidado, por sus propios excesos, el boom inmobiliario del periodo 1985-1989. De ese modelo quedan al final sus desequilibrios. El alza de salarios que ha mantenido el consumo privado ha incidido en los precios, mientras el consumo público ha agravado la diferencia existente entre los ingresos y los gastos de las administraciones. A los ya conocidos y abultados déficit público y exterior -que han crecido en los seis primeros meses un 40,4% y un 43,8%, respectivamente- se une ahora la certeza de una caída del empleo de un 1,3%, una inversión que ya tiene tasas negativas, un descenso en la demanda y el ya comentado descalabro en la construcción.

Entre quienes admiten los malos resultados, pero no por ello suspenden al equipo económico del Gobierno, figura la única persona que, mientras no se celebren elecciones, podría sustituirlo: Felipe González confirmó el viernes a Solchaga, condenado políticamente a protagonizar la purga del ajuste, y anunció que éste será más duro de lo inicialmente previsto. Su argumento de que las economías de nuestros vecinos crecerán aún menos qué la nuestra constituye un escaso consuelo: significa que se agudizará la competencia internacional, en perjuicio de aquellas economías con estructuras competitivas más débiles, como la española. Es de justicia señalar, sin embargo, que algunos de los sectores más críticos con la política económica de Solchaga (sin excluir personas y corrientes del pro pio PSOE) y que ahora proclaman lo acertado de sus pronósticos venían propugnando alternativas que de haberse aplicado hubieran agravado, y no aliviado, los desequilibrios ahora denunciados.

En cualquier caso, el pesimismo es generalizado, y casi cuatro de cada 10 españoles manifiestan tener "poca" o "ninguna" confianza en que las diferencias que separan la economía española de la de los países más avanzados de Europa se acorten en los cinco años previstos por el plan de convergencia (frente a un 32% que opina lo contrario). Ese pesimismo hace que actualmente la mitad de la población considere que el ingreso de, España en la Comunidad Europea ha sido perjudicial para los españoles en relación a salarios, precios, empleo, agricultura e industria. Se trata de una percepción no avalada por datos objetivos (o argumentos solventes). Pero su existencia misma constituye un dato nuevo de la situación que remite a la política: el Gobierno no ha sido capaz de convencer a los españoles de que el precio de no hacer una cosa, o de no hacerla a tiempo, es con frecuencia superior al de hacerla. El ajuste, por ejemplo.

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