Los somalíes huyen del infierno de la guerra
Los refugiados somalíes en Kenia cuentan todos las mismas historias de violencia y saqueo
La tierra está reseca, el viento levanta una alta polvareda y los árboles crecen de forma espaciada. Liboi era un remoto pueblo fronterizo keniano de unos cientos de habitantes; ahora es un centro neurálgico de la asistencia humanitaria a decenas de miles de refugiados huidos de la guerra civil en Somalia, al otro lado de una frontera marcada por un simple bidón rojo. Medio millar de somalíes atraviesan cada día esa frontera, dejando atrás familia, patrimonio y vidas deshechas. Traen hambre, enfermedades, resentimiento y pocas esperanzas de volver. La ONU ha anunciado que iniciará "lo antes posible" el envío de 145.000 toneladas de ayuda humanitaria.Mohamed Diré Jama llegó el sábado, junto a otros 400 refugiados, a Liboi. Proceden de Kismayu, al sur de Somalia. Es alto y enjuto. "Tenía un negocio de importación y,exportación de ganado. Lo he tenido que dejar todo y no me queda más que lo puesto: turbante, camisa, pantalones y chanclas. Éramos 14 en la familia y aquí estamos ocho: dos de mis mujeres y sus hijos. En Kismayu dejé a mi otra mujer con los suyos porque no me quedaba dinero para pagar el viaje: 30 dólares por cabeza".
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"Mataron a mi hijo y se llevaron el grano"
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Los Jama han venido sobre ruedas y dicen no haber tenido incidencias en el camino, donde es normal que bandas armadas se apropien de lo poco que los que huyen pueden llevarse consigo. "En Kismayu no se puede ni salir al mercado. Si compras algo, enseguida aparece alguiencon un arma y te lo quita. Te pueden matar por medio kilo de azúcar".
Jama habla en la tierra de nadie que separa a los dos países, a la tenue sombra de un gura -árbol en forma de pirámide invertida y generosísima copa-, mientras espera para subirse a la caja del camión que ha de llevarle a tierra más segura, al campamento erigído por la Alta Comisaría de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Liboi. Un hombre se acerca al grupo y pide un favor: hace dos años que no sabe nada de sus hijos y da sus nombres a la BBC (radiotelevisión estatal británica) con la esperanza de volver a encontrarlos.
El campamento son varias hectáreas de terreno densamente ocupadas por chozas rectangulares y semiesféricas cubiertas con plásticos azules, verdes, amarillos o blancos. Todas las viviendas están rodeadas por un pequeño corralillo delimitado por ramas plagadas de espinas como punzones.
Los recién llegados pasan la primera jornada en el centro de recepción montado por ACNUR, unas 30 tiendas de campáña en un recinto cerrado, donde se les identifica, se les da de comer, se les hace entrega de mantas, pucheros, recipientes de plástico, comida, y donde reciben las primeras atenciones médicas.
Mohamed Hirbay Yusuf está acurrucado en el suelo, con la cabeza protegida del sol por un trapo y su espalda apoyada en la alambrada de espino. Procede también del sur de Somalia y dice haber vivido 88 años. "Tenía cuatro hectáreas de tierra, un camello y ganado vacuno. Hace tres meses, unos hombres armados vinieron y se llevaron todos los animales. Hace unos días volvieron otros hombres armados, mataron a mi hijo mayor, de 28 años, y se llevaron el grano almacenado". No identifica a quienes le asaltaron. "Es gente joven, con armas, que no pregunta a qué tribu perteneces".
Al lado de Yusuf está sentada su nuera, separados ambos por un perol con alubias rojas y arroz del que también se aprovechan las moscas, y por un pequeño saco, prácticamente vacío, en el que guardan todas sus pertenencias. Sarura mece en brazos a un niño de dos años que tiene tos ferina, fiebre, diarrea y desnutrición aguda, según la ficha que le acaban de hacer.
Historias de saqueo
Un poco más allá, junto a la puerta de acceso, está la familia de Mohamed Abdulkadir, un hombre de 30 años y cinco hijos con edades comprendidas entre los 20 días y los 14 años, que cuenta una historia de saqueo idéntica a la de Yusuf. De los Yusuf, por lo menos, alguien tuvo piedad y han salvado los cientos de kilómetros desde su casa a Liboi en vehículo de motor.
Los Abdulkadir, por su parte tuvieron que estar andando durante siete días hasta que consiguieron subir en un coche. En Landan, su pueblo, que tuviera 400 habitantes, ya no queda nadie, dice Mohamed.
Los recién llegados que necesitan atención médica pasan a un hospital atendido por la Cruz Roja y por la sección francesa de Médicos sin Fronteras. La mayoría de los pacientes son niños, 300 en total, con 78 de ellos adscritos a la sala de alimentación, una larga nave con paredes de conglomerado, donde reciben una atención especial.
El aire está lleno de lloriqueos de inercia, sin fuerza, de niños sentados o echados sobre camastros. Hay pocos casos extremos, las enfermeras creen que todos sobrevivirán, incluida la nifia de dos años que no es más que un cuerpecillo de huesos cubiertos por pellejo, que pesa 3,5 kilos, lo que un recién nacido, o la otra, de dos años y medio, que llegó a Liboi hace tres semanas pesando 6,2 kilos y ahora está en los 5,9.
Una madre arrulla en cada uno de sus brazos a sendos gemelos -uno de ellos en mucho mejor estado que su hermano, quien se retuerce de molestias en silencio-, mientras tras ella un crío gordito lloriquea sin que nadie le haga caso, y en la cama del rincón dos blancas paletas brillan entre los labios de una nifia con mirar inexpresivo y movimientos cansinos.
Casi ninguna de las madres tiene señales de depauperación fisica, fruto con toda seguridad de la ingestión diaria de 2.500 calorías, más del doble de las 1.200 que reciben los demás refugiados del campamento, una vez superadas las consecuencias de las privaciones sufridas en Somalía. Hasta ese momento, y hasta que llegan al campo de Liboi, reciben 1.800 calorías, no muy por debajo de las 2.200 que están universalmente consideradas como una cantidad normal.
Los Jama, Yusuf y Abdulkadir, junto con los otros que llegaron el sábado, se sumaron ayer a los 45.000 refugiados del campamento de Liboí, el mayor de la docena y media de distinto tipo que la ACNUR tiene en Kenia. El campamento está dividido, como la propia Somalia, por tribus y subclanes que cada mañana mandan emisarios al centro de recepción para recoger a su gente.
Las relaciones entre ellos son las mismas que al otro lado de la frontera, pero sin enfrentamientos armados. No hay mezclas y cada grupo mantiene su organización propia. "Se temen mutuamente", dice Ahmed Amata, máxima autoridad civil keniana del distrito. "Saben que si se molesta a alguien de algún clan habrá represalias. Nosotros dejamos las cuestiones de seguridad en sus mano?.
Tiendas y cafés
El campamento se ha convertido en un pueblo donde los somalíes, gente emprendedora, han montado tiendas -en las que se pueden comprar desde espaguetis a bombillas de linterna-, cafés, pequeños talleres artesanales y escuelas. Las mujeres, en su práctica totalidad musulmanas, muestran una pasmosa riqueza y variedad de vestidos, la misma existente en Mogadiscio.
La vida es tan normal en el campamento de Liboi que cada mañana llega una avioneta desde Nairobi con un cargamento de mirat, una droga legal muy consumida tanto en Kenia como en Somalia, donde se llama kat- y donde los jóvenes, armados hasta los dientes y henchidos de ella, causan estragos-, que se vende a la nada despreciable cantidad, para los bolsillos de los refugiados, de 600 pesetas la dosis. Es un mazo de hojas que hay que estar masticando durante seis horas para que haga un efecto del que tan necesitados están los somalíes: procurar euforia y engañar al hambre.
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