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Agonismo cívico

Enrique Gil Calvo

Resulta fácil descalificar los fastos deportivos, cebándose en la barata escenografía, el heroísmo de pacotilla y su retórica del sacrificio. Pero, sin embargo, sea en su forma de espectáculo comercial de masas o sea en la del efímero festival cosmopolita de los Juegos Olímpicos (panem et circenses del actual imperio de Occidente), el caso es que pocos acontecimientos logran superar la poderosa capacidad de atraer la atención pública que inherentemente posee el deporte.Una primera explicación es que se ha convertido en una religión secular. Antaño, la creencia en un Dios que prometía la salvación de ultratumba permitía neutralizar el miedo a la muerte. Pero sin fe posible en la inmortalidad del alma, el miedo a la muerte sólo puede controlarse hoy con el intento de diferir al máximo el momento de su llegada. De ahí que a la religión eclesiástica le haya sucedido hoy ese sacerdocio secular que es la medicina: la burocracia que nos ofrece la salvación de la muerte (es decir, la salud) para antes de la muerte. Pero la exigencia de áscesis, purificación y disciplina corporal (es decir, de mortificación) es la misma. Sacerdotes y médicos nos prometen salvarnos sólo si sufrimos, nos esforzamos, hacemos ejercicio y nos sacrificamos. Es cierto que los ejercicios exigidos por los sacerdotes eran espirituales (la oración), mientras que los impuestos por la medicina son corporales (el deporte). Pero el deber obligatorio de buscar la salvación personal (el estado de gracia, la prevención del mal) es el mismo. De ahí esa compulsión puritana y calvinista que hoy nos domina de mantener en forma nuestro cuerpo, buscando una imposible salvación de la muerte mediante la esperanza de su aplazamiento indefinido (vana esperanza, por cierto, pero ¿cuál no lo es?). Y de ahí esos litúrgicos sacrificios religiosos que son los fastos deportivos, donde los mártires y los santos se autoinmolan en público a fin de redimimos vicariamente con el ejemplo desprendido de su pasión.

Además, el deporte actúa como mecanismo reductor de conflictos sociales. Y no me refiero sólo a que sirva de válvula de escape, capaz de conjurar y liberar inofensivamente una conflictividad contenida que de otra manera estallaría sin control, sino a ese proceso, magníficamente identificado por Norbert Ellas, por el que surgió históricamente el deporte como el sistema de reglas de juego limpio (fair play) capaces de encauzar y controlar las luchas violentas protagonizadas por las fratrías de villanos o caballeros, sustituyendo crecientemente el conflicto abierto por la cooperación regulada. Al igual que el Estado moderno expropió la violencia aristocrática, el deporte moderno expropió la lucha abierta, sustituyéndola por la competición reglada. Y la clave reside, precisamente, en el común sometimiento de los jugadores a unas mismas reglas de juego, que les hace dejar de ser luchadores para transformarlos en deportistas. Y bien, ésta es la esencia misma de la democracia procedimental: la supremacía indiscutible de unas, comunes reglas de juego limpio que permiten resolver los conflictos ordenada y civilizadamente, sin miedo a que nadie coaccione, abuse de su poder o haga trampas.

Pero más allá de esta función cívica del deporte nos queda su función estética: su capacidad de fascinar. En realidad, extinguido ya el teatro, y cuando el cine agoniza en la UVI televisiva, sólo el deporte conserva intacta su capacidad de convocatoria a los espectadores. Pues antes que nada el deporte es un arte escénico en estado puro: aquel acontecimiento celebrado en un escenario ante un público de espectadores coparticipantes en el que se representa un conflicto de antagonismos entre personajes singulares o corales que se caracteriza por la más radical de las incertidumbres. Caídos en el descrédito los comicios democráticos, el entusiasmo cívico sólo se encuentra hoy refugiado en el drama de la catarsis deportiva. De ahí que todavía nos apasione y nos seduzca.

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es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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