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Entre la esencia y la gerencia: la cultura catalana hoy

LLUÍS FLAQUER Y SALVADOR GINEREl discurso político actual sobre la cultura en Cataluña oscila entre entenderla como espíritu o usarla como recurso. Se mueve entre la esencia y la gerencia, escriben los autores de este artículo y señalan que sectores sociales y partidos políticos catalanes han saludado sin aspavientos ni reticencias la llegada de la gerencia cultural. Y la gerencia cultural, afirman, representa sectarismo. Si la situación se prolongara, concluyen, significaría el fin de la creatividad cultural de Cataluña como comunidad identificable.

La cultura catalana es un Jano bifronte. Una faz contempla el mito y la otra la acción. El discurso político actual sobre la cultura en Cataluña oscila entre entenderla como espíritu o usarla cómo recurso. Se mueve entre la trascendencia y el cálculo, la esencia y la gerencia. En la comunidad catalana, la cultura se ha ido constituyendo en una entidad crucial para la conciencia colectiva, intensamente politizada. Una entidad ciertamente polisémica y polivalente. Y se ha convertido en el sostén de la legitimidad política de las instituciones de autogobierno. Terreno, en consecuencia, de contienda y enfrentamiento endémicos, pues es un bien codiciado, escaso, sagrado y emocional.El debate en torno a la cultura catalana desde el fin de la guerra civil hasta la actualidad puede ser concebido como un proceso de desagregación progresiva de la concepción esencialista tradicional. Tras el fin del conflicto bélico se produjo una revisión del esencialismo espiritualista (a menudo de raíces cristianas) que había predominado en el catalanismo ante rior a favor de una concepción más secular y analítica de la comunidad. Frente al esencialismo metafísico (y hasta místico) anterior a la guerra penetra el esencialismo metodológico de Ferrater Mora y Vicens Vives, al que hay que añadir el pro puesto por Joan Fuster desde Valencia. Estos tres autores producen reflexiones modernas, secularizadas, irónicas y no obstante patrióticas, del pueblo catalán y su cultura: son esencialistas laicos. Poco des pués, en el curso de los años sesenta, aparecen interpretaciones marxistas y hasta sociologizantes de la sociedad catalana que hacen hincapié en sus aspectos discontinuos y líneas de fisura.

Frente a una concepción horizontal de la cultura catalana, basada en el consenso y la comunión, se alzan otras interpretaciones más verticales que la relacionan con el conflicto social y la dominación de la burguesía local, y no sólo la del Gobierno centralista, a la sazón franquista. Para ellas cultura es, ante todo, ideología. (Y el catalanismo, una ideología de derechas). Estas últimas concepciones representaron más una amenaza al primer esencialismo, el místico, que al más moderno y secular, pero también éste sufrió su ataque.

Los nuevos críticos

Los nuevos críticos, que se presentaron como muy radicales (y que habrían de apoltronarse algunos de ellos andando el tiempo) pusieron el acento en el carácter histórico y en la construcción social de la cultura. frente a la versión tradicional que la concebía como algo acabado e intemporal, forjada de una vez por todas en las brumas del origen nacional de Cataluña. La nueva vulgata marxista acentuaba el peso de las clases sociales y de la distribución desigual del poder en la construcción de los universos simbólicos y, por lo tanto, desbrozaba algo el camino para el reconocimiento de la importancia de los procesos reales de sociogénesis de la cultura. Pero esta aportación, al hacerse en nombre de un cientifismo ingenuo, ignoraba también la fuerza y realidad de la tribu moderna, su potencial político y su capacidad para canalizar los medios morales y emocionales de producción de toda una ciudadanía.

El advenimiento de la actual democracia liberal forzó la aparición de una nueva concepción de la cultura. La autonomía de Cataluña imponía una exaltación pública de su imaginada esencia, pero exigía también una gestión eficaz y presupuestaria de los recursos culturales. El gerencialismo supone tratar la cultura no como un ámbito privilegiado del que dependería la razón de ser del país, sino como un campo del sector público que debe ser regido por criterios de racionalidad y de eficacia administrativa, como cualquier otro. Así, la cultura pasa de ser cimiento constitutivo y trascendental de la comunidad a repertorio de recursos de una sociedad (públicos y privados) que es preciso gestionar de la forma más eficiente posible. Además, según los cánones del Estado asistencial, la cultura es un bien publico al cual todos tienen derecho a acceder. Por otra parte, los organismos públicos asumen la responsabilidad de proteger aquellas formas culturales, minoritarias o no, que correrían el peligro de extinguirse si su producción estuviese únicamente regulada por las fuerzas del mercado. La política cultural supone el reconocimiento de la preponderancia del consumo cultural por encima de la cultura humanística y la restringida a los privilegiados. Significa admitir la necesidad de la democratización cultural. Cataluña no escapa a estos condicionamientos tan generales.

En Cataluña, el gerencialismo puede traer consigo el abandono del ensimismamiento esencialista y la aceptación de una concepción de la cultura como producto, en buena medida, de las decisiones políticas de organismos públicos y privados. Ante todo, es fruto de la normalización política y modernización cultural posfranquista y supone la adopción de un criterio pragmático y desdramatizado para aproximarse a los fenómenos culturales. Sin embargo, en un país como Cataluña, con unas instituciones de autogobierno limitadas e identificaciones nacionales vacilantes, el gerencialismo no soluciona los problemas cruciales de su cultura. Crea otros nuevos.

Así, a lo largo de los últimos anos, se percibe la persistencia de la tensión irresuelta entre cultura heroica y resistencialista, por una parte, y cultura institucionalizada, por otra. La cultura catalana se debate hoy entre el carisma y la rutina. Dado que en Cataluña cultura y lengua constituyen aún la fundamentación del derecho a la diferencia y el eje vertebrador del factor nacional, ambas adquieren carácter sagrado. Son trascendentales. Por esta razón, para algunos catalanes el gerencialismo supone tratar algo sagrado con criterios mundanos, con lo cual se perpetra una suerte dé profanación. En Cataluña, la cultura forma parte de la religión civil.

Falta de estrategia

Hay sectores sociales y partidos políticos que, no obstante, han saludado sin aspavientos ni reticencias la llegada de la gerencia cultural. Fracasado el intento de pacto cultural de 1985, que quería poner la cultura al abrigo del faccionalismo, el gerencialismo de hoy entraña una ausencia de política cultural genuina y una falta de estrategia para la consecución de objetivos globales.

Así, las decisiones de política cultural pasan a depender más de la correlación de fuerzas entre las diversas administraciones afectadas que de una visión compartida del porvenir. El gerencialismo representa sectarismo, o la condena a una política de pactos específicos para resolver distintos problemas de financiación de las instituciones culturales.

Cuando los catalanes se hallan enzarzados en la reelaboración de su identidad en un mundo más fluido, secular e incierto como es el nuestro, la adopción de un gerencialismo cultural sin paliativos podría dejarles inermes en este terreno, Si la situación se prolongara, ello señalaría el fin de su creatividad cultural como comunidad identificable.

es profesor titular de Sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona.es director del Instituto de Estudios Sociales Avanzados del CSIC en Cataluña.

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