Las visiones del profeta
Aunque iniciada a lo largo de los años setenta, la trayectoria de Krzysztof Wodiczko (Varsovia, 1943) hubo de esperar a la eclosión de un arte socialmente crítico durante los ochenta -que recuperaba, dicho sea de paso, un cierto espíritu utópico y politizado de algunas vanguardias históricas hasta entonces solamente revisitadas desde unos aspectos esencialmente formalistas, no contenidistas- para pasar a ser objeto de atención, en un principio, al otro lado del Atlántico.Pero no sólo el hecho de su consideración como pionero en unos terrenos en su momento infrecuentados contribuye al carácter insólito de las propuestas de Wodiczko: a ello debe añadirse lo inusual de su formación y desarrollo profesional en un área, la del diseño industrial, bien poco convencional para identificar en la vieja Europa a un creador plástico. Por no hablar de la dilatada dedicación de este singular polaco hoy nacionalizado canadiense, aunque, pienso, fue apátrida e internacional como resulta ser la intención última de cualquiera de sus proyectos, a tareas docentes en puntos de variadísima geografía.
Krzysztof Wodiczko
Fundación Tàpies. Aragón, 255. Barcelona. Hasta el 6 de septiembre.
Y casi como fruto que cabía esperar de lo dicho nos llega esta sucinta, aunque hermosa en su concentración, retrospectiva del artista. Hermosa por lo certero de su puesta en escena -cuando uno se halla embebido en su contemplación, las piezas de la colección permanente de Tápies, quizás por familiares, pasan a segundo término-, eficaz por lo ejemplar con que de la concentración se van, desgranando, de modo aleccionador para el espectador, cada una de las etapas o momentos brillantes de Wodiczko.
Etapas éstas que, aunque esencialmente divididas en dos grandes apartados -el de las creaciones de diseño objetual, más o menos visionario o imposible (pero no por ello funcional) y el de las proyecciones sobre edificios o monumentos de numerosas ciudades-, se muestran, como bien señala Manuel J. Borja en el catálogo, más que como una ruptura, como extensiones de una misma estrategia discursiva.
Una estrategia abierta que, indiferentemente de su aplicación objetual o icónica, "no sirve tanto para mejorar la vida como para mostrar sus contradicciones", sacando a la luz, en ocasiones, aquello que el sentir colectivo sabe e intuye, pero que constantemente se diluye, y ésta es la contradicción, en lo extenso del propio consenso.
Es así como en Wodiczko asistimos a la puesta en solfa de las relaciones de poder que la arquitectura urbana oculta entre sus andamiajes; como vivimos, casi in situ, las relaciones entre la forma, o el cuerpo, arquitectónico y nuestro propio cuerpo; como la arquitectura y el entorno se conectan con los cuerpos y con la realidad. Y, cómo no, con las corporaciones, con las multinacionales del misil y el maletín.
¿Artista y abogado de los pobres ecuación imposible? ¿Combatiente entre dos mundos, "uno que no reconocemos y otro que aún no existe"? No hay duda de que aunque a algunos la empresa de Wodiczko les sonará justamente a eso, a empresa (de producción de objetos, de rebeldías consentidas por escasamente peligrosas), para otros estará claro que, aquí, él artista como profeta capaz de "cambiar la percepción del mundo, de la ciudad y de sus problemas" se ha ganado el báculo. Ese Xenobáculo que, dirigido a emigrantes y desarraigados de todas las latitudes, Wodiczko ha diseñado, primeramente, para sí mismo.
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