Europa: la unión o la disgregación
LA CUMBRE comunitaria de Lisboa evidencia las enormes diferencias que suelen existir en política entre el deseo y la realidad. Si la unión económica y monetaria llevaba un ritmo muy superior a la política, en tiempos de vacas flacas evidentes el ritmo se desacelera en todos los ámbitos. A las dificultades económicas se le añaden, fuera del ámbito comunitario pero dentro del continental, los obstáculos que un nacionalismo agresivo y militarista pone día a día al intento de construir una comunidad internacional democrática y solidaria. Europa se debate entre la necesidad de la unión y la evidencia de la disgregación.Fenómenos como la reunificación de Alemania condicionan el papel estimulante que había desempeñado dicha potencia. Las dificultades económicas británicas agudizan su talante nacionalista. El compromiso de Maastricht por el que los países ricos de la CE deben asumir el papel de locomotora para los menos desarrollados y en beneficio de una Europa más armónica -las ayudas regionales y el fondo de cohesión- se mantiene en su concepto y fecha gracias a la firmeza española, pero su cuantificación queda aplazada. De igual modo, la selección de aspirantes a la Unión Europea (la actual CE, el mercado único y los tratados de unión política y monetaria aprobados en Maastricht) serán seleccionados en función de la bondad de sus economías (Austria, Suecia, Finlandia y Suiza encabezan las prioridades).
España ha abanderado la lucha por conseguir que los nuevos fondos de cohesión para cuya creación sería necesaria la ampliación presupuestaria de la CE en un 3 1% entre 1993 y 1997- impulsaran la aproximación de los países menos desarrollados (España, Portugal, Irlanda y Grecia) con los más avanzados. Si ha salvado el principio y la fecha de entrada en vigor de esta política, frente al inicial desistimiento de Jacques Delors en cuanto al ritmo, sigue en la incógnita la cuantía de los fondos: de este asunto depende también la convergencia económica y la fecha prevista (1997) para la entrada en vigor de la moneda única. Tiempos difíciles en los que las distintas economías -y políticas- nacionales imprimen un ritmo más lento a la unión. La defensa a corto plazo de lo propio impide coadyuvar al desarrollo ajeno, como si, en el largo plazo, lo ajeno no fuera también propio. El principio de quien más tiene más debe pagar no acaba de ser asumido por los poderosos.
Lisboa ha reafirmado genéricamente a Maastricht. Pero ha aplazado casi todos su retos y su desarrollo, entregándolos a una presidencia británica que no oculta su deseo de descafeinar la impronta supranacional y federativa del Tratado de la Unión. La nueva lectura del principio de subsidiariedad aprobado hace seis meses -toma de decisiones al nivel más próximo al ciudadano- que propondrá Londres a partir del 1 de julio será un caballo esencial en esa batalla. La necesaria descentralización que implica ese principio ¿se orientará a arraigar, capilarmente, en la base, la construcción europea? ¿O a desactivarla en nombre de soberanías nacionales ya desbordadas por la historia? A juicio de los Gobiernos del Reino Unido y Dinamarca, todo lo que conlleva pérdida de soberanía nacional es perjudicial, para lo que se escudan en el temor a la burocracia de Bruselas, cuyo lenitivo no es la vuelta al pasado, sino la profundización democrática de la CE: la ratificación de Maastricht y su desarrollo. No son los únicos: las circunstancias económicas y de política interna de Alemania provocan que no tire del carro europeo como sería preciso. Y si Francia aboga por que la Comunidad no pierda en aras de las soberanías nacionales lo que la define y distingue -su carácter comunitario-, es obvio que esta idea no ha salido reforzada de Lisboa. Esta vez el pequeño paso típico de la construcción comunitaria resulta casi imperceptible. Esperemos que se cumpla pronto el adagio: un paso atrás, dos adelante.
El problema de los nacionalismos
Probablemente, lo que mayor unanimidad concita entre los países de la CE es, paradójicamente, una cuestión externa: la necesidad de solucionar el problema de la antigua Yugoslavia y, con él, el de todos aquellos nacionalismos que han desembocado en un concepto guerrero y cruel de dominación del contrario. Las propuestas de los líderes comunitarios en Lisboa no eluden el posible uso de la fuerza, coincidiendo así con la ONU y con EE UU.
Se cumple en estos días un año desde la proclamación unilateral de la independencia de Eslovenia y Croacia. Tras la caída del muro de Berlín, en 1989, la historia europea ha avanzado vertiginosamente: la guerra de Yugoslavia y la descomposición, no ya de la URSS, sino del viejo imperio ruso, son algunos ejemplos. Ante los cambios de 1989, la posición de Europa occidental era simple y tajante: estaba con la democracia. U correspondía estimular esa corriente y contribuir al fin de las dictaduras comunistas. Pero las novedades, en gran parte trágicas, que 1991 ha traído consigo producen en Occidente profundas sacudidas y vacilaciones.
En el caso yugoslavo, la CE intentó inicialmente frenar los anhelos secesionistas: pensó que, por mal que estuviese la federación creada por Tito, convertirla en, seis Estados no ayudaría a resolver los problemas de esa parte de Europa. No obstante, no se podía ignorar ni la voluntad de independencia de croatas y eslovenos ni que la causa de "conservar Yugoslavia" se unía a la actitud antidemocrática de Milosevic. La CE se inclinó, pues, a reconocer la independencia de los nuevos Estados. En el caso soviético, Occidente apoyó, por sensata, la fórmula de Gorbachov de crear un nuevo tipo de unión entre repúblicas. Tampoco fue viable: el golpe reaccionario de agosto desprestigió lo que quedaba de estructura estatal soviética y el referéndum ucranio dio la puntilla al proyecto. Todas las repúblicas de la ex URSS son ya independientes y miembros de la CSCE y de la ONU.
En una primera fase, en las nuevas repúblicas sobresalía el aspecto liberador de un nacionalismo defensivo: eran pueblos que recuperaban su identidad. Pero muy pronto el componente agresivo y militarista protagonizó la cuestión. Los excesos y torpezas de unos nacionalismos defensivos se encadenaron con la emergencia de la latente agresividad de otros nacionalismos expansivos. Unos y otros, incapaces de resolver los problemas esenciales de sus pueblos, necesitaban un enemigo para descargar sobre él odios y frustraciones. Y siempre un enemigo cercano. Cuando esta dinámica agrava o se confunde con las tensiones entre minorías (serbios en Croacia y Bosnia, rusos en Moldavia y un larguísimo etcétera), el plato de la guerra está servido. En un año, los muertos en Croacia, Bosnia, Nagorni Karabaj, Osetia del Sur y Georgia, Moldavia y Transdniéster suman cifras aterradoras. Los refugiados se cuentan por millones. Los sufrimientos causados a poblaciones que vivían tranquilamente juntas, indescriptibles.
Ante esta ola de nacionalismos agresivos, es fundamental que Europa occidental reafirme la opción hecha en las últimas décadas en favor de estructuras comunitarias, superadoras del Estado nacional. Los problemas económicos, militares, ecológicos, exigen ser abordados en un marco supranacional. Situaciones insoportables para la conciencia humana, como la de Sarajevo, exigen reforzar la capacidad de intervención militar de la ONU, para que tome medidas que impongan el alto el fuego y separen a los beligerantes. Los instrumentos militares internacionales necesitan ser más operativos: sólo así tendrán mayor poder de disuasión. Ello es decisivo para poner fin a las matanzas y preparar soluciones de largo alcance. En una mesa de negociación todo es posible, incluso los cambios de fronteras. Pero hay que demostrar a los nacionalistas guerreros como Milosevic que sus agresiones son criminales e inútiles. Nunca serán reconocidas las conquistas logradas por la fuerza.
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