¿La impotencia de los poderosos?
El sistema totalitario de tipo comunista, tal como se desarrolló en la ex Unión Soviética y como más tarde fue impuesto a todos los países de la esfera del poder soviético, no sólo destruyó el pluralismo político y los elementos o posibilidades de una oposición política auténtica, sino que, de hecho, aniquiló la política como esfera de actividades concretas del hombre. El poder se concentró gradualmente en las manos de una burocracia dirigida de un modo estrictamente centralista y los políticos fueron siendo sustituidos por simples administradores, ejecutores obedientes de una voluntad central.Si surgía algo que pudiera ser denominado oposición, era, fundamentalmente, en el medio intelectual. Por razones totalmente comprensibles, las diferentes manifestaciones públicas, siempre arriesgadas, de rechazo al sistema comunista, se escuchaban primero y con mayor frecuencia en boca de escritores, artistas y científicos insumisos; a veces también en boca de quienes al principio habían formado parte integrante de la estructura del poder y con el tiempo habían roto con ella o fueron excluidos a causa de su actitud crítica. De vez en cuando llegaban incluso a rebelarse capas más amplias de ciudadanos, pero al frente de esas insurrecciones, siempre reprimidas, solían estar nuevamente los intelectuales, quienes también eran sus inspiradores ideológicos.Por tanto, cuando en 1989 el sistema totalitario empezó a desmoronarse en todos los países del bloque soviético y especialmente cuando cayó en avalancha en los países de Europa Central y Oriental, era natural que la resistencia popular fuera encabezada por numerosos intelectuales, generalmente conocidos gracias a sus anteriores críticas al régimen, y que el movimiento revolucionario terminara elevando a muchos de ellos a los cargos más altos del Estado.
No había otra solución, dada la situación de nuestros países, en los que no existían, ni podían existir, generaciones de políticos democráticos profesionales. Así -por lo menos en la primera fase- llegaron súbitamente al poder muchos de los llamados disidentes, quienes, por su carácter e historia personal, eran ante todo intelectuales rebeldes, liberales e independientes.
Filósofos, e incluso cantantes, entraron en Parlamentos, Gobiernos y hasta llegaron a asumir cargos presidenciales. El presidente búlgaro es filósofo, y la vicepresidenta, poetisa; el presidente húngaro es escritor, y su primer ministro, historiador; el presidente lituano es pianista. Es verdad que Polonia tiene al frente del Estado a un líder obrero de la resistencia, pero en su entorno, en el Gobierno y en el Parlamento, hay intelectuales de la antigua oposición que durante años lideraron en Polonia la lucha contra el poder comunista. El presidente checoslovaco es dramaturgo, y en nuestro Parlamento y Gobierno, y al frente de los nuevos partidos políticos, podemos encontrar filósofos, periodistas y teóricos de la economía. En los demás países poscomunistas la situación es similar.
De este modo, políticos experimentados -que no sólo cuentan con la correspondienteformación profesional, sino que han estado en la política activa desde su juventud y han consagrado su vida entera a la política práctica, que han ocupado varios cargos y que actualmente dirigen democracias estables y prósperas- tienen que deliberar con hombres a los que, con un poco de malicia, se puede llamar políticos aficionados o novatos que hablan en nombre de los países poscomunistas. Es una de las grandes paradojas de este momento.
Un amigo británico me dijo hace algún tiempo que uno de los mayores problemas de los países poscomunistas estriba en la incapacidad de sus líderes para decidir clara y unívocamente qué son en realidad: intelectuales independientes o políticos prácticos. Consideraba que hay que resolver lo antes posible ese dilema y sacar de esa decisión todas las consecuencias oportunas: o deben volver a ser intelectuales independientes, retirarse de sus funciones, aprovechar las condiciones de libertad para cumplir su misión esencial, o sea, la de ser un espejo crítico y dejar el puesto libre a los que han optado por ser políticos profesionales; o, por el contrario, deben convertirse en profesionales, es decir, en políticos auténticos, renunciar a sus hábitos intelectuales y someterse a. todas esas duras reglas que en las democracias tradicionales son indispensables para cumplir con éxito las funciones de la política práctica.
Entiendo perfectamente su opinión puesto que sé muy bien, por mi propia experiencia asi como por la de muchos de mis colegas, cuán difícil es para el intelectual independiente, que a lo largo de toda su vida sólo estaba acostumbrado a analizar el mundo críticamente y cuya misión fundamental era defender siempre ciertos principios químicamente puros, adaptarse de un día para otro al mundo de la política práctica.
Allí donde se necesitan decisiones. rápidas y claras entre dos alternativas, de las que ninguna es ideal, el intelectual tiende a entregarse a meditaciones filosóficas, lo que suele ser aún peor que optar por la peor de ambas alternativas. Allí donde debe exclamar una consigna terminante, simple y comprensible para todos, se inclina a reflexiones complejas y bastante incomprensibles para los electores. Siempre que debe pronunciarse claramente sobre si quiere -ejercer una función determinada porque sabe ejercerla mejor que otras, y por tanto debe librar una batalla para conseguirla, sucumbe a las dudas de si realmente es él el más conveniente, vacila, se niega a luchar, relativiza sus enfoques y día tras día se dedica a asegurar a los ciudadanos algo que éstos no esperan de él, tratando de convencerles de que en realidad el poder no le importa, que aceptó el cargo sólo por absoluta necesidad y como un sacrificio. Pero la gente no quiere líderes que entiendan su misión sólo como un sacrificio y sufrimiento.
Allí donde debería portarse con pragmatismo y estar abierto a compromisos operativos, reflexiona sobre los principios que mantenía en el pasado, y se torna incomunicativo; allí donde, por el contrario, debería defender sus principios aun a riesgo de enfrentamiento s, se acuerda de la idea de la tolerancia y comienza a compenetrarse -de forma exagerada y casi masoquista- con las posiciones de su rival. Cuando la vida, la obligación, la realidad política y el tipo de responsabilidad resultante de la función política le fuerzan a defender causas que él como intelectual libre y sin límites condenaría duramente, se deja vencer por la duda y sus rodeos son peores que la palabra enérgica del que desde siempre es consciente de que la política es el arte de lo Dosible.Es obvio que todo político ha de ser un buen funcionario dirigente, capaz de rodearse de hombres preparados y de repartir el trabajo entre ellos. El intelectual jamás ha dirigido ni empleado a nadie, y por ello, tiene propensión a realizarlo todo solo. Ello significa que a pesar de agotar sus fuerzas, los resultados de las actividades de su institución pueden ser mínimas y hasta casi invisibles. Como generalmente es un ser muy sensible, lo toma luego demasiado en serio y con frecuencia se entrega a depresiones y desilusión. Y podría continuar durante mucho tiempo esta variada enumeración de las desventajas del intelectual que hace política.
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¿La impotencia de los poderosos?
Viene de la página anteriorCon ello quiero significar que comprendo totalmente a mi amigo británico: tiene buenas intenciones con nosotros, durante años enteros ayudó a los intelectuales de oposición de nuestro país, y está preocupado al ver que sus movimientos por la escena política, poco prácticos y torpes, pueden terminar siendo una amenaza para la obra que nació -entre otras cosas- de unas luchas de muchos años.
No obstante -y lo confieso-, algo en mí se resiste a conformarse con ese categórico "o esto, o aquello". ¿Y si la situación es totalmente diferente? ¿Y si esta extraña situación en la que han aparecido tantos intelectuales independientes de los países poscomunistas no sólo no constituye un dilema, sino, al contrario, un llamamiento histórico?
Un llamamiento a intentar aportar a la política un tono nuevo, un elemento nuevo y una dimensión nueva. Puede ser que ese destino que no nos ha cerrado el camino entrañe una misión para nosotros.
He afirmado en numerosas ocasiones que los decenios del sistema totalitario no significaban sólo años perdidos de nuestra vida, sino también una experiencia espiritual específica que puede ser aprovechada, que puede ser estudiada y que puede enriquecer el autoconocimiento humano. No creo que nosotros tengamos que ser siempre los que pidan ayuda al mundo desarrollado, sino que tendríamos que poder ser también capaces de ofrecer al mundo algo específico.
¿Y si este contravalor lo constituye un viento nuevo, un espíritu nuevo, un elemento de una nueva espiritualidad que aportar a los estereotipos de la política actual?
No sé por qué debería ser así. Pero, al mismo tiempo, tampoco sé por qué deberíamos descartar categóricamente y de antemano semejante posibilidad.
Cuando miro el mundo, no puedo liberarme de la sensación de que la política actual necesita urgentente nuevos impulsos en forma de cierta espiritualización. Es posible que dicho impulso llegue de otra parte, es decir, no llegue de los países poscomunistas, pero estoy convencido de que tiene que venir.,
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