El catalizador danés
El resultado negativo del referéndum en el país escandinavo ha aglutinado muchas 'eurofobias' latentes y dispersas
Los daneses han trastornado las cómodas certidumbres de los 12 Gobiernos comunitarios. La construcción europea no va a ser, como lo esperaban, una marcha triunfal y sin traspiés. Se acabó el tiempo de la unanimidad. Hay europeos que recelan de Europa, y son más numerosos de lo que se pensaba en Bruselas.
Incluso los que siguen diciendo sí a Europa ya no están dispuestos a decir sí a cualquier Europa, y menos a una cuyos parámetros no les parecen claros. Exigen que se les explique cúal es la Comunidad que los políticos están construyendo para ellos. Si el referéndum irlandés significó un alivio, no basta para olvidarse de los problemas de fondo planteados por los daneses.
Bien es cierto que a nivel oficial ningún Gobierno pidió la renegociación del Tratado de Maastricht. Ni siquiera el británico, tradicionalmente el más euroescéptico. "No podemos romper un tratado que hemos firmado recientemente después de largas negociaciones sin que se cuestione nuestra buena fe", afirmó el ministro británico de Exteriores, Douglas Hurd.
Confortados en sus fobias
Pero aunque no cambien los textos, y aunque Margaret Thatcher no esté ya en Downing Street para aprovecharse de la coyuntura para relanzar su batalla anti-Bruselas, los británicos se sienten hoy confortados en sus fobias. Opuestos en su gran mayoría a todo lo que huele a federalismo comunitario, sienten que la historia les está dando aparentemente la razón. Resulta que sus recelos eran compartidos, casi en secreto, por muchos otros europeos.
Y no sólo los daneses. En varios otros países, los eurófobos, hasta hace poco catalogados como simples carcas superados por la historia, se sienten hoy legitimados por el voto de Dinamarca, un país símbolo incuestionable de democracia. Así, por ejemplo en Francia, donde la poderosa corriente antieuropeísta que reúne a neogaullistas, socialistas de izquierda y comunistas, ha logrado, gracias a los daneses, quitarse de encima el complejo de chovinistas defensores del pan con queso.
Los enemigos franceses de Maastricht han vuelto a evocar el espectro de los viejos demonios alemanes, a pesar del argumento de los europeístas según el cual la mejor manera de atajar las ansias imperiales de los alemanes es precisamente amarrar de manera sólida su país a Europa.
En Italia tampoco la eurofobia ha muerto. Y nadie puede olvidar que este país tradicionalmente europeísta pero muy pronorteamericano, no vaciló en hacer frente común en. materia de política exterior, en la negociación del Tratado de Maastricht, con el Reino Unido, aunque los intereses económicos de ambos países se sitúan en los antípodas los unos de los otros.
El no danés, aunque amortiguado en parte por el posterior sí irlandés, fue, en una palabra, el catalizador y el elemento aglutinante de muchas eurofobias antes latentes y dispersas. Los artífices de la construcción europea ya han empezado a tomar nota de ello. El propio Jacques Delors, a quien su cargo de presidente de la Comisión convierte en símbolo de esta burocracia de Bruselas anatematizada por los antifederalistas, entonó un mea culpa al afirmar que "la construción europea es demasiado elitista y tecnócratica". La crítica hacia este ente a la vez misterioso y tentacular en lo que se han convertido, en opinión de los más euroalérgicos, los órganos comunitarios, ya no se limita a la Comisión. Alcanza al mismo Parlamento. El primer ministro holandés, Ruud Lubbers, acaba de sugerir que sean los mismos representantes elegidos que ocupen a la vez los escaños de sus Parlamentos nacionales y del Parlamento Europeo, lo que quitaría a éste Su esencia supranacional, es decir, su razón de ser.
El hombre más poderoso
El canciller Helmut Kohl, con la seguridad de quien se sabe hoy el hombre más poderoso de la Comunidad y está decidido sin complejos a actuar como tal. acaba de definir los nuevos parametros del penaamiento europeo post-Dinamarca. Intentó hacerlo de manera equilibrada, con una de cal y otra de arena. Para tranquilizar a los eurófilos, descartó cualquier renegociación del Tratado de Maastricht y afirmó que su país seguiría estando en la vanguardia de la lucha europea, el mejor antídoto, precisó, contra el resurgimiento de un nacionalismo alemán de funesta nemoria. "Europa nos ha traído más ventajas económicas y políticas que a cualquier otro país", recalcó.
Después de este himno comunitario, el canciller añadió, sin embargo, con acentos ya más hatcherianos: "Fuimos demasiado perfeccionistas y burocráticos in el pasado en Bruselas. No tenemos por qué regularlo todo hasta en los más mínimos detalles". Kohl se hacía así eco del nuevo concepto hoy en boga en la jerga comunitaria: la subsidiariedad, según el cual la Comunidad sólo debe hacerse cargo de lo que los Estados nacionales no pueden hacer o, hacen mal. Un concepto que da cuenta de una de las principales dificultades de la construcción europea: ahora que los vientos del neoliberalismo soplan con fuerza sobre el Viejo Continente y que la derecha controla la mayoría de los Gobiernos de los Doce, la Comunidad no puede aparecer como un foco de intervencionismo y de reglamentarismo. Se trata de una lucha difícil pero necesaria, cuando algunos quieren diluir la CE en una simple zona de libre cambio y se preocupan más de los derechos de las mercancías que de los de los hombres.
Pero las dificultades que atraviesa hoy la construcción europea responden también a razones menos filosóficas y más prosaicas. La integración entre los Doce se traducirá en una homogencización progresiva, tanto de las normas legislativas como de los niveles de vida. Los países más ricos temen que esta nivelación les arrastre más bien hacia abajo, mientras los pobres aspiran, al contrario, a alzarse al nivel de la media comunitaria, lo que aumenta las reticencias de los unos y el entusiasmo de los otros. Símbolo de la actitud de los países ricos es la de los daneses, pero también la de los alemanes, que temen ver al sacrosanto marco, con su legendaria estabilidad, arrastrado por las turbulentas aguas de los países del sur, que no logran controlar con el rigor de los germánicos ni su inflación ni su déficit.
Más dinero
Símbolo de los países pobres, en los antípodas del caso alemán, es el de Grecia, para quien la política de cohesión social aprobada en Maastricht tiene una traducción directa: más dinero. Una realidad que ha llevado a Constantino Mitsotakis, el pragmático primer ministro, a asegurar que, en caso de celebrarse un referéndum, ganaría el sí con el 90% de los sufragios. La situación es similar en Portugal, donde las principales fuerzas políticas son firmes defensoras de Maastricht. Sólo los democristianos intentan llevar a cabo una campaña nacionalista y antieuropea, que encuentra la oposición tanto de la opinión pública como de sus propios correligionarios de otros países. En cuanto a Italia, otro país mediterráneo que se beneficia con la pertenencia a la Comunidad Europea, la crisis de su propio Estado nacional le impide hoy dedicar a los temas europeos la atención que merecen.
Esta oposición entre Norte y Sur en el seno mismo de la Comunidad tiene también otras facetas, como lo demuestra el problema del derecho de voto en las municipales para lo ' s residentes comunitarios. Esta prerrogativa provoca especiales recelos en Luxemburgo, cuya población cuenta en muchas regiones con casi un 25% de ciudadanos portugueses, que son incluso mayoría en varios municipios. Y es que aunque la construcción europea siga avanzando, cuesta acostumbrar a los ciudadanos comunitarios a pensar como tales y no como ciudadanos nacionales. Eso y nada más es, al fin y al cabo, lo que vino a recordar el no danés.
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