Cambio climático: la posición de España
El autor de este artículo contesta a las críticas de sindicatos y ecologistas por la posición española en la Cumbre de la Tierra a propósito del cambio climático. Explica la aportación española a un problema mundial, mediante propuestas a nivel internacional para el reparto de responsabilidades.
El problema del cambio climático ha sido una de las cuestiones más polémicas de la Cumbre de Río de Janeiro y que más interés e inquietud ha despertado en la opinión pública de las naciones desarrolladas.La posición española frente a este problema ha sido objeto de críticas de ecologistas y sindicatos. Estas críticas argumentan que España ha adoptado una actitud que impide, dentro de la Comunidad Europea, medidas eficaces e innovadoras; como la implantación del impuesto ecológico, cerrando así las vías para abordar el problema del cambio climático.
Creo, al contrario, que la posición del Gobierno español sobre el cambio climático es una postura inequívoca, coherente y de una lógica que no resulta difícil de entender, pero que exige seguramente una mayor explicación.
El cambio climático se produce, según teorías cuya evidencia científica todavía se discute, como consecuencia de la acumulación en la atmósfera de los llamados gases de efecto invernadero (fundamentalmente, CO2, metano y óxidos de nitrógeno), generando una especie de escudo que impide la reflexión de los rayos solares, y provoca un aumento progresivo de la temperatura de la Tierra.
Parádetener este proceso sería necesario limitar la emisión CO2, que proviene fundamentalmente de la producción de electricidad térmica y del transporte automóvil.
Como el fenómeno afecta al conjunto del planeta, una reducción de emisiones en un país sería inútil si otros no hacen lo mismo. Se trata de un problema global, que sólo puede ser resuelto entre todos, porque la atmósfera es una e indivisible. En consecuencia, el Gobierno español ha impulsado la adopción de medidas a nivel internacional y comunitario para repartir equitativamente las capacidades de emisión, de forma que se reconozca la distinta responsabilidad de cada uno de los países en la generación del problema que se pretende corregir. Lo contrario sería, en mi opinión, olvidar la más elemental exigencia de equidad frente a los países en desarrollo.
En efecto, la acumulación en la atmósfera de CO2 -el principal gas de efecto invernadero- es responsabilidad, en su mayor parte, del mundo industrializado, que genera actualmente el 43% de las emisiones mundiales de CO2.
Desarrollo y emisiones
Los países en desarrollo generan sólo un tercio de las emisiones, pero las aumenta a un ritmo más veloz, lo que provocará en el futuro un cambio radical en la distribución mundial de dichas emisiones.
Se estima así que los países de la OCDE, responsables en 1985 de aproximadamente el 50% de las emisiones, sólo lo serán del 25% a mediados del siglo XXI, si no se modifican las tendencias actuales. En cambio, aumentará el peso de las emisiones de China, India, los países del este de Europa y de la antigua URSS, si éstos son capaces de crecer a un ritmo superior a la media mundial.
La participación de China en el total de las emisiones, por ejemplo, se triplicaría, pasando del 10% actual hasta un valoren torno al 30%. Pero actualmente China emite 0,6 toneladas de carbono por habitante y año (t/ h / a), y Estados Unidos, 5,7 t / h / a. La responsabilidad de unos y de otros sería mucho más diferente aún si contabilizásemos el efecto acumulado de las emisiones en el último siglo, que es más significativo que el flujo actual.
El significado de estas cifras es bastante claro: si existe un problema de cambio climático provocado por la acción humana, es necesario implicar en su solución a todos los países, industriales y en desarrollo. Pero sería inaceptable hacerlo a costa de cortar las posibilidades de desarrollo de los menos desarrollados, negándoseles la posibilidad de acceder a los niveles de bienestar del que otros países disfrutan desde hace varias décadas y que es precisamente la causa del problema.
No sólo sería injusto, sino también ineficaz para luchar contra el cambio climático a través de la colaboración internacional, porque dificilmente pueden alcanzarse acuerdos de los que todos se benefician, pero cuyos costes se reparten de forma muy desequilibrada entre las partes.
Por todo ello, España ha mantenido que un elemento indispensable en la estrategia frente al cambio climático es el reconocimiento de una responsabilidad compartida, pero diferenciada, asumiendo los países más industrializados una responsabilidad mayor de este problema global porque lo han causado en mucha mayor medida.
En este sentido, los países de la CEE, y con ellos España, decidieron adoptar en 1990 una posición avanzada y de liderazgo sobre el resto de los países industriales: nos comprometimos de forma unilateral a estabilizar las emisiones globales del CO, en el conjunto de la CEE en el año 2000, en el nivel alcanzado en 1990.
Con la adopción de este compromiso, la CEE pretendió mostrar su inequívoca voluntad política de abordar el problema del cambio climático. Y ello, a pesar de que su contribución al total de las emisiones mundiales de anhídrido carbónico sólo es el 13%, muy inferior al 22% de Estados Unidos.
Y ello, a pesar de las incertidumbres que aún existeásobre la auténtica naturaleza y dimensión del problema al que nos enfrentamos y, en consecuencia, sobre los distintos costes y beneficios de las medidas para abordarlo.
Las investigaciones realizadas indican que la acumulación en la atmósfera de gases con efecto invernadero provocará en el próximo siglo -sin poderse precisar cuándo, tal vez en un plazo inferior a 50 años- un aumento significativo de la temperatura media del planeta.. Pero su magnitud no se sabe con exactitud, pudiendo oscilar entre 1,5 y 4,5 grados centígrados. Ello podría provocar la desaparición de bosques y otros ecosistemas, el deshielo de los casquetes polares y una subida del nivel del mar que podría inundar extensas superficies en todo el planeta. Se comprende así, ante este riesgo, la preocupación manifestada en Río por países como Mauricio, aunque las consecuencias serían graves para todos.
Otras investigaciones parecen indicar una menor gravedad e inminencia de estos fenómenos. Por esta razón, hay quienes han defendido, como línea de acción más conveniente, continuar con los estudios e investigaciones sobre el tema, sin emprender ajustes destinados a reducir las emisiones de CO2 hasta no tener una idea bastante más precisa sobre la auténtica dimensión del problema.
El riesgo existe
La opinión general manifestada en Río es que este comportamiento sería poco responsable porque, aunque hoy no seamos capaces de saber cuán grande es, el riesgo existe, y las consecuencias del cambio climático pueden ser graves y pudieran no dejar tiempo para reaccionar cuando se manifiesten.
Por ello la mayoría de los países, y España entre ellos, proponen estrategias no negret, aplicando medidas tendentes a estabilizar y reducir las emisiones y que tengan también consecuencias positivas sobre el ahorro y la eficiencia energética. Dicho con otras palabras, la mejor alternativa es suscribir una póliza de seguro frente al riesgo de cambio climático, repartiendo su coste de forma equitativa entre todos los que compartimos el riesgo.
¿Pero cómo hacerlo?
Nuestra posición ha sido clara: si las emisiones de CO2 son un recurso limitado, hay que repartir capacidades de emisión per cápita, de forma que no produzcamos entre todos más de las que entendamos tolerables.
En este sentido, conviene recordar que el compromiso de estabilización de las emisiones de CO2 adoptado por la CE en 1990 se estableció a nivel global, admitiéndose la posibilidad de que Estados miembros, como España, con menores niveles de desarrollo y menores niveles de emisiones per cápita, pudieran continuar aumentándolas hasta el año 2000, mientras que otros deben disminuirlas. Conviene saber que las emisiones de CO2 en España son de 1,3 toneladas de carbono por h/ a, y en la muy ecológica Dinamarca, 3,2, o en Alemania, 3 t/h/a, de forma que aún disminuyendo ellos un 25% y nosotros aumentando un 25% todavía tendrían una responsabilidad instantánea mucho mayor que la nuestra. Y ello sin referirnos, como deberíamos, a la responsabilidad acumulada.
Lo mismo se produce, de forma mucho más extrema, a nivel internacional. No se le puede pedir a Bangladesh que en adelante congele sus emisiones de CO2 a sus niveles actuales, casi despreciables (0,1 t/h/a), mientras que Estados Unidos continúen lanzando a la atmósfera 5,7 t/h/a.
Si se trata de repartir cantidades, hay que repartir cantidades y fijarse objetivos realistas. El recurso a mecanismos de precios puede ser necesario, incluso conveniente, pero es dudoso que sea el procedimiento más adecuado, o que sea mínimamente efectivo en los plazos previstos.
España no descarta la posibilidad de aplicar mecanismos impositivos u otras medidas económicas como parte de la estrategia comunitaria frente al cambio climático. Al contrario, creo personalmente que la fiscalidad de la energía como sistema de determinación de precios finales debe ser profundamente revisada desde una perspectiva de desarrollo sostenible. El actual modelo fiscal de la energía no tiene más lógica que la de su raíz histórica asociada al monopolio de carburantes líquidos y no toma en consideración los efectos, externos producidos por las distintas formas de energía ni los costes a largo plazo de los recursos no renovables que consumen. Una adecuada fiscalidad indirecta es un precioso instrumento para una estrategia de desarrollo sostenible, modificando el comportamiento de los agentes económicos y favoreciendo la aplicación de nuevas tecnologías de ahorro y producción energética.
Pero la propuesta impositiva que se ha avanzado informalmente para su discusión en la CEE y que grava a partes iguales el contenido energético y el contenido en CO2 de las distintas fuentes de energía plantea en España una serie de objeciones.
En primer lugar, porque no resulta aceptable desde un punto de vista ecológico que energías con consecuencias tan diferentes para el medio ambiente como son la energía hidroeléctrica o la energía nuclear reciban, sin embargo, la misma penalización fiscal.
En segundo lugar, porque hay que analizar bien, y a ello estar pos dispuestos, su eficacia y sus efectos sobre las economías de cada país, puesto que el objetivo no es pagar la energía más cara, sino racionalizar su uso y reducir emisiones, debiendo analizarse cuidadosamente las relaciones causa/efecto entre ambas cuestiones.
En tercer lugar, porque no es muy razonable aplicar un impuesto al consumo de carbón y al mismo tiempo gastar enormes cantidades de recursos subvencionando su uso.
Pero, sobre todo, es difícil aceptar que gravar las emisiones de CO2 pueda ser una medida capaz de tener en cuenta la diferente responsabilidad de los países en la acumulación de gases en la atmósfera. Habría que aplicar, cosa que no se ha propuesto, tipos impositivos muy distintos para cada país. En todo caso, más que un impuesto sobre los flujos de emisiones haría falta gravar los stocks acumulados en el pasado o las desviaciones con respecto a la media comunitaria de las emisiones de cada país. Esto es lo que queremos discutir, sin que nuestros socios más desarrollados, grandes consumidores de energía. fósil y tres veces más contaminadores que nosotros, tengan interés en hacerlo. Bien está que defiendan sus intereses, pero que no nos den gato por liebre dándonos lecciones de ecología que se corresponden mal con la realidad.
El 'impuesto verde'
En suma, España ha defendido la conveniencia de estudiar con mayor profundidad el llamado impuesto verde, que además no es ni mucho menos la única vía para abordar el problema del cambio climático, sin que ello sirva de excusa para eludir el necesario reparto de capacidades de emisión.
Hay además otro tipo de medidas que pueden tener una gran eficacia desde un punto de vista medioambiental, pero que ni siquiera se han considerado. Una de ellas es el establecimiento de un mercado de derecho de emisión, del que ya existen algunas experiencias en Estados Unidos, como han propuesto en Río algunos economistas de la India. Esta alternativa tampoco está exenta de problemas de naturaleza técnica o política, pues exigiría asignar a cada país unos derechos para emitir una determinada cantidad de CO2, que luego se podrían intercambiar entre sí a través del pago de un precio. Este tipo de plantamientos podría aportar, si de verdad se quisiera, una poderosísima contribución al problema del desarrollo y el medio ambiente, desde una perspectiva que combine la equidad y la eficacia.
Si se concediese a cada ser humano el derecho de emitir 1,3 toneladas de carbono al año (el nivel español), se fijase un precio de 25 dólares por el derecho a emitir una tonelada de carbón y los países ricos compraran los derechos a emitir que los países menos desarrollados no usan, se originaría un flujo de 70.000 millones de dólares en los países ricos a los pobres. Ello equivaldría a duplicar la actual ayuda al desarrollo mundial.
Éste es el verdadero debate. Un debate apasionante y complejo, porque en él se sintetizan, más que nunca, las grandes opciones que definirán nuestro modo de vida y lo que entendemos por bienestar y solidaridad.
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