Dos o tres cosas sobre Europa
En cierto sentido, puede que este accidente danés sea inesperado. El voto del pueblo danés ha alertado de repente sobre lo que podría pasar en caso de que el Tratado de Maastricht fuera rechazado, en un momento en que la atención se centraba ya sobre las consecuencias de su adopción. A este respecto, es apasionante leer los comentarios extranjeros. En particular, los de Noruega, Suiza, Polonia, Hungría, y los de numerosos países árabes y africanos. Para todos estos observadores no hay matices: el abandono del tratado es la renuncia a Europa. Entonces ¿podría desaparecer a su vez esta famosa fuerza de reagrupamiento y de cooperación -Europa- que el mundo entero ha cogido la costumbre de oponer a las fuerzas de repliegue y de agresión? Eventualidad que no parece entusiasmar -es un eufemismo- a los no europeos, que temen no ver más que dos polos de poder en el mundo: Japón y Estados Unidos, quedando todo lo demás a merced del síndrome bosnio o, para estar más a la moda, del impulso eslovaco. Rechazo de Maastricht más dimisión de Václav Havel: sería un símbolo alarmante. Sin duda, los adversarios del acuerdo de Maastricht, al menos algunos de ellos, tienen razón al indignarse cuando se proclama que no podría haber Europa sin ese tratado. Pero desde fuera así es como se percibe. Y por ejemplo, si a los irlandeses -puesto que, de los Doce, ellos comparten con los daneses y los franceses el recurso al referéndum- se les ocurriera rechazar también la ratificación, soplarían ráfagas de viento de pánico. Hasta el crimen de no ayudar a esa Yugoslavia en peligro se oculta de repente. Es preferible una Europa culpable a ninguna Europa en absoluto.Para poner en orden las ideas, recordemos algunas etapas y algunos hechos esenciales. La idea europea es una idea francesa. Curiosamente, esto no se sabe, como he podido constatar a mi alrededor. Es un sueño, primero económico, de Jean Monet desde después del último conflicto mundial. Un sueño que enseguida compartió un gran italiano, Alcide de Gasperi. Es después una esperanza franco-ítalo-alemana integrada en una concepción de Chanles de Gaulle. Es, por último y sobre todo, una declaración solemne pronunciada por Robert Schumann el 9 de mayo de 1950, que se traducirá, el 18 de abril de 1951, en la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y, el 25 de marzo de 1957, en el famoso Tratado de Roma. Este tratado vinculaba a seis países: Francia, Alemania, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo. Habrá que esperar hasta 1973 para que el Reino Unido, Irlanda y Dinamarca firmen el Tratado de Roma. En 1981 le tocó el turno a Grecia. En 1986, Portugal y España se unían a los socios del tratado para formar la Comunidad Europea de los Doce. Mientras tanto, esta Comunidad se había dotado en 1974 de un Consejo Europeo, que reunía a los jefes de Estado y de Gobierno; en 1976, de un Parlamento Europeo elegido por sufragio universal; y en 1979, de un Sistema Monetario Europeo.
En 40 años, estos tratados han conseguido una serie de cosas bastante considerables. Han establecido conjuntamente las condiciones para una recuperación increíblemente difícil después de la guerra. Han hecho que los conflictos armados entre ellos fueran imposibles. Han demostrado la eficacia de su complementariedad industrial y tecnológica. Se han acostumbrado a la idea de vivir juntos, de depender los unos de los otros y de limitar su soberanía en muchos ámbitos. Y, sobre todo, han ejercido -sin saberlo y a veces a su pesar- una verdadera fascinación sobre todos los países en vías de desarrollo y, desde la caída del muro de Berlín, sobre todos los países del Este y de la antigua Unión Soviética. Un día de 1987, Hans Dietrich Genscher, entonces ministro alemán de Asuntos Exteriores, declaraba a su regreso de un viaje a Berlín Este: "Nosotros, a veces, nos preguntamos qué es Europa. Los demás no se plantean esta cuestión. Lo saben. Sueñan con serlo".
En 1985, Jacques Delors propuso el Acta única, que debía entrar en vigor dos años después y que proponía la creación, "para el 31 de diciembre de 1992, de un espacio sin fronteras interiores en el que estaría asegurada la libre circulación de personas, de mercancías, de servicios y capitales". A partir de ese momento, las diferentes comisiones se pusieron a estudiar la preparación de lo que se convertiría en el Tratado de Maastricht, cuyo objetivo era definir la idea de la Unión Europea. El proyecto fue firmado el 11 de diciembre de 1990, y el texto completo, el 7 de febrero de 1992, precisamente en Maastricht.
Es cierto que, por razones por lo demás plausibles, los que siempre se han resistido a Europa vuelven a encontrarse en el campo de los anti-Maastricht. Es un campo en el que las sensibilidades de izquierda y de derecha se expresan e incluso se explayan. ¿Por qué no? No obstante, hay campos en los que la iniciación aporta algo. Por ejemplo, si se escucha a Jaeques de la Rosière, gobernador del Banco de Francia, es difícil pensar que los franceses tendrían después de Maastricht menos soberanía en el plano monetario de la que tienen hoy, cuando ya dependen de los caprichos del gobernador del Deutsche Bank. No es más que un ejemplo, pero de suma importancia. Aconsejo vehementemente al lector que haga lo mismo que yo me he impuesto: comparar los respectivos poderes actuales de los gobernadores francés, italiano, español y alemán de los bancos centrales. Antes de Maastricht, el dominio de los alemanes es total. Después, estaría repartido entre 12.
La reacción inmediata del Elíseo -decisión de celebrar un referéndum y declaración franco-alemana- para mostrar la voluntad francesa ha impresionado a los propios adversarios de Mitterrand. Se ha visto cómo se comprometía en la campaña por Europa Valéry Giscard d'Estaing al lado de Elisabeth Guigou, cómo Chaban-Delmas hacía equipo con Roland Dumas, Bérégovoy con Léotard y Raymond Barre con Jacques Delors. Es un acontecimiento sin precedentes. Después de todo, no sólo los extremos se tocan. Pueden muy bien rozarse en el centro. Evidentemente, queda el maniqueismo de los cronistas franceses y extranjeros, que empieza a ser bastante divertido con el paso de los años y que, a fuerza de sobreestimar la capacidad de perjuicio del actual presidente de la República Francesa, acabará por convencernos de que ese Tratado de Maastricht, cuya gestación y etapas he recordado aquí, ¡fue concebido por los 12 de la Comunidad tan sólo para dividir y hacer estallar a los partidos gaullistas!
Simplemente, hay que resignarse ante el hecho de que, en Europa, François Mitterrand ha sido un precursor y un militante. Es así. En su juventud le impresionaron mucho Robert Schumann, De Gasperi y Adenauer, y así lo escribió en su momento. Cuántas veces habrá citado el fragmento del discurso que Victor Hugo pronunció en 1849, con su famoso estremecimiento ultralírico: "Llegará un día en que tú, Francia; tú, Rusia; tú, Italia; tú, Inglaterra; tú, Alemania, todas vosotras, naciones del continente, sin perder
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vuestras cualidades distintas y vuestra gloriosa individualidad, os fundiréis estrechamente en una unidad superior y constituiréis la fraternidad europea, igual que Normandía, Bretaña, Borgoña, Lorena, Alsacia, todas nuestras provincias, se han fundido en Francia. Llegará un día en que no habrá más campos de batalla que los mercados abriéndose al comercio y los espíritus abriéndose a las ideas. ¡Llegará un día en que las balas y las bombas serán sustituidas por los votos, por el sufragio universal de los pueblos, por el venerable arbitraje de un gran Senado soberano que será para Europa lo que el Parlamento es para Inglaterra, lo que la Dieta es para Alemania, lo que la Asamblea legislativa es para Francia! Llegará un día en que en los museos se exhibirá un cañón como se exhibe hoy un instrumento de tortura, ¡con la sorpresa de que eso haya podido existir! Llegará un día en que veremos a esos dos grupos inmensos, los Estados Unidos de América y los Estados Unidos de Europa, colocados uno frente al otro, tendiéndose la mano por encima de los muertos, intercambiando sus productos, su comercio, su industria, su arte, sus genios, desbrozando el globo, colonizando los desiertos, perfeccionando la creación bajo la mirada del Creador, y combinando juntos, para sacar de ello el bienestar de todos, esas dos fuerzas infinitas: la fraternidad de los hombres y el poder de Dios!".
De hecho, cuando se observa hoy el ardor, el entusiasmo, la convicción y la capacidad con que Mitterrand se compromete en la batalla por Europa, se deducen de ello dos cosas. La primera es que cuando no se esfuerza tanto es que le falta convicción. Le faltó para enseñarles a los franceses de izquierda las necesarias transformaciones del socialismo, así como para hacer que Francia viviera al ritmo de las conmociones planetarias. Pero no le falta con relación a Europa, y entonces se descubre que este presidente -hecho que no resulta insólito más que para los cronistas obsesionados- es verdaderamente el hombre de una pasión.
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