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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Alivio sindical

TAL Y como habían propugnado los sindicatos, mucha gente se abstuvo ayer de trabajar, aunque no se paralizó la actividad ciudadana, tal como sucedió en la anterior convocatoria de huelga general. También a diferencia del 14-D, el nivel de incidentes fue más reducido, lo que debe atribuirse, seguramente a partes iguales, a la mayor sensibilización de la opinión pública sobre los mismos, a una mayor madurez en la actuación sindical y a los esfuerzos del Gobierno por garantizar el derecho al trabajo de quienes desearon ejercitarlo: políticamente -sin echar más leña dialéctica al fuego- y administrativamente, mediante un amplio despliegue policial. Así pues, la jornada de protesta no estuvo acompañada de un clima general de crispación y violencia, aunque hubo significativas excepciones de algunos piquetes detenidos por provocar incidentes o por sellar con silicona las cerraduras de los establecimientos.No es posible saber, sin embargo, cuántos ciudadanos no acudieron a sus puestos de trabajo por identificación con la consigna sindical y cuántos por otras razones. Seguramente muchas personas habrían secundado el llamamiento sindical en todo caso: con o sin funcionamiento regular de los transportes públicos, con piquetes o sin ellos. Ello es especialmente verosímil en el caso de las grandes empresas industriales y en algunos otros sectores con fuerte presencia sindical. En el resto de la población laboral es difícil deslindar quiénes hicieron la huelga de grado y quiénes por fuerza.

La partida consistente en garantizar de entrada una cierta repercusión de la convocatoria se había solventado la víspera, y los sindicatos la jugaron con habilidad: la de combinar la amenaza de realizar un amplio despliegue de piquetes con la estratégica advertencia de que en el transporte público no se garantizaba el cumplimiento de los servicios mínimos impuestos por el Gobierno, sino únicamente de los inicialmente propuestos por los sindicatos.

El efecto disuasorio de esa combinación -más la masiva presencia de la fuerza pública a la puerta de muchos establecimientos del sector servicios para proteger a los que quisieran trabajar y a los usuarios que pretendieran ejercer de tales- es demasiado evidente como para tomar en consideración el tosco argumento de algún líder sindical. según el cual el escaso uso de algunas líneas de autobuses demostraba el carácter abusivo de los servicios mínimos decretados: ese supuesto escaso uso es, en cualquier caso, inseparable de las advertencias previas.

Adhesión y coacción

Nadie podrá negar la incidencia en la huelga de ése y otros elementos de coacción, como los abucheos de piquetes concentrados a las puertas de los establecimientos públicos a quienes pretendían trabajar o hacer sus compras. Es cierto que los piquetes informativos pudieron tener justificación en el pasado: para compensar los obstáculos que se interponían entre el trabajador y su derecho a la huelga; pero ahora es el trabajador que no quiere hacer huelga quien tiene que salvar los innumerables obstáculos que le impiden ejercer su derecho a trabajar (e incluso a decidir libremente al respecto). Se equivocarían los dirigentes sindicales si perdieran de vista ese factor y tomasen por adhesión incondicional lo que es el resultado, de factores más complejos.

Para el líder de CC OO, Antonio Gutiérrez, hubo un "paro total sin discusión". El Gobierno citó una encuesta que indica una participación de poco más de un tercio de la población laboral. Si fuera esto último ya sería notable, aunque confirmaría la impresión de una incidencia mucho menor que la del 14-D. Pero, al margen de estimaciones cuantitativas, hay una diferencia de orden cualitativo: el rechazo más o menos difuso a ciertos usos del Gobierno, factor que tanto influyó en la extensión ciudadana de la huelga de 1988, era entonces paralelo a una identificación, también difusa, con los convocantes de la misma. Seguramente ahora también ha incidido el rechazo genérico a los rasgos más antipáticos del Gobierno, pero la simpatía espontánea hacia las centrales y sus líderes se ha desgastado mucho.

Ese desgaste es consecuencia, en primer lugar, del sistemático recurso de las centrales a la huelga en los sectores públicos, así como del silencio de sus direcciones ante los abusos cometidos en nombre de los derechos sindicales. Pero también del hastío que a muchos produce un discurso en el que cada vez hay menos razones y más insultos, menos argumentos y más amenazas.

Ese tono desgarrado fue también el de los balances de ayer, incluso si la propuesta de negociación planteada -de la que ha desaparecido la exigencia de retirada previa del decreto del desempleo- parece razonable. Esa exagerada euforia puede deberse a que los dirigentes sindicales habían intuido que, a diferencia con el 14-D, ahora eran ellos, y no el Gobierno, quienes más arriesgaban.

La legitimidad del Ejecutivo proviene de las elecciones, pero la de unos sindicatos que combinan el menor índice de afiliación del continente con el segundo mayor índice de huelgas por habitante de la Comunidad Europea peligraba seriamente si no conseguían salir un umbral significativo de apoyo el 28-M. Salvado ese riesgo tras una huelga de seguimiento muy desigual, los sindicatos tienen ahora la ocasión de demostrar que aprendieron la lección de 1989: cuando derrocharon en la negociación el capital del 14D.

Pacto social

Porque, una vez salvada la emergencia del descontrol del déficit del Instituto Nacional de Empleo (Inem), seguirá pendiente el debate de las prioridades: cómo invertir el dinero que se ahorre por esa vía en el reciclaje profesional de los parados y cómo encontrar un equilibrio entre la flexibilidad del mercado de trabajo y la mejora de la competitividad del factor trabajo: entre la temporalidad y la calidad profesional de las plantillas.

El desigual resultado de la huelga general de ayer no avala, sino todo lo contrario, un éxito de próximas convocatorias, anunciadas genéricamente para el próximo otoño; la huelga general es un recurso último, no una escalada sucesiva. Pero revela inquietudes profundas de muchos ciudadanos que no se pueden ignorar exclusivamente con alusiones a los excesos de algunos dirigentes sindicales. El Gobierno no debe renunciar a la política del rigor y de la convergencia económica con Europa; pero debe predicarla con mayor pasión pedagógica, buscando la complicidad social. Por ello, la mejor lección para todos de la jornada de ayer debería ser redoblar la urgencia para recuperar el diálogo social.

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