La puerta grande no tiene portero
Río / Lozano, Sánchez, HigaresNovillos de Victoriano del Río, correctos aunque muy desiguales de presencia, en general mansos en varas, boyantes en el último tercio; 5% excepcionalmente pastueño. Luis Manuel Lozano, de Madrid, nuevo en esta plaza: tres pinchazos y descabello (silencio); estocada (pitos). Manolo Sánchez: cinco pinchazos, otro perdiendo la muleta, dos pinchazo más, otro muy atravesado hondo -aviso- y descabello (ovación y también protestas cuando saluda); estocada trasera perdiendo la muleta y descabello (dos orejas); salió a hombros por la puerta grande. Óscar Higares: aviso antes de entrar a matar, media y rueda insistente de peones (palmas y algunos pitos).., estocada (ovación y salida a los medios).
Plaza de Las Ventas, 27 de mayo. 19ª corrida de feria. Lleno.
Manolo Sánchez abrió ayer la puerta grande de Las Ventas, también llamada la puerta de Madrid. Bueno, no está claro si la abrió, o se la abrieron, o estaba abierta para quien quisiera salir por allí. La puerta grande de Las Ventas tiene portero, naturalmente, sólo que no ejerce y es como si no lo tuviera. Un pecado mortal, pues sería como si el Vaticano, o el Taj Majal, o el Banco de España no tuvieran portero y pudiera meterse quien le diera la gana a hurgar, o revolver, o llevarse a casa una reliquia, un cuadro, un saco de billetes. O peor. La puerta grande de la primera plaza del mundo, sin portero, les produce a los aficionados, más bochorno que cuando se perdió Cuba y Filipinas.
Todo se debió a que el portero incumplidor -llámanle también presidente- tuvo la ocurrencia de regalarle a Manolo Sánchez dos orejas y ya es sabido que dos orejas dan franquía para salir a hombros por la puerta de Madrid. Y no fue para tanto. Una oreja estaba bien, dos ya era pasarse. Manolo Sánchez, al quinto novillo, pastueñito hasta la infinitud, le hizo una faena espléndidamente construida, cadenciosa de principio a fin, interpretada con gusto. En este aspecto, perfecta. Pero contemplada pase a pase ya era otro cantar. Porque Manolo Sánchez iniciaba cada serie citando como mandan los cánones -ofrecía el mediopecho (tal cual debe hacerse el toreo, según lo definían los clásicos), la muleta adelantada para traerse toreado al toro- y una vez instrumentado ese muletazo, ya estaba perdiendo un paso, ya embarcaba escondiendo atrás la pierna contraria. Y todo eso por la derecha, pues ya había dado un montón de derechazos cuando se echó la muleta a la izquierda -como de compromiso-, esbozó tres o cuatro pases destemplados y no quiso dar ningún natural más, aunque esa es la suerte fundamental del toreo.
La estocada con que culminó Manolo Sánchez su orejeada faena causó sensación, puso al público en pie. Distinto es que fuera. buena, porque, con independencia de que entrara trasera, dejó la muleta perdida en la cara del novillo y cruzó a la velocidad del rayo. En fin, son precisiones que normalmente no habrían tenido demasiada importancia, como no la tuvo que pinchara nueve veces a su novillo anterior, después de haberlo toreado con la misma belleza y parecidos defectos que al del triunfo. Pero cortar dos orejas en Madrid, no es normal. Salir por la puerta grande constituye todo un acontecimiento, mucho más importante aún si se tiene en cuenta que nadie ha conseguido semejante triunfo a lo largo de la feria.
La verdad es que el público estaba ayer muy favorable y esto también influyó. Estaba favorable no sólo con Manolo Sánchez sino con los otros espadas también y no les regateó aplausos tantas cuantas veces dieron motivo. Claro que si no daban motivo, tampoco se iba a poner a aplaudir, como si le hubiese dado un ataque. Este fue el caso de Luis Manuel Lozano, que tuvo una actuación desvaída y pasó desapercibido.
En cambio Óscar Higares bulló mucho, dio largas cambiadas de rodillas, se afanó en capotear, allá apenas si carecía de estilo capotero; compuso la postura en los cites de muleta; abrió el compás; abrió tanto el compás que ya era demasiado compás abierto... Cierto que los novillos no necesitaban tanta postura y tanto esfuerzo. Un toreo templado habría sido lo adecuado en su boyantía. Sin embargo el torero anduvo tenso y atropellado. Luego mató valientemente. Sin marcar los tiempos del volapié, sin vaciar, pero entrando en picado sobre los novillos y abatiéndolos de certeros espadazos. Lo extraño es que el público, tan triunfalista, no pidiera también las orejas para el estoqueador porque, entonces, en vez de uno habrían sido dos los que salieran por la puerta grande. Una pena, ¿verdad?, con lo bonito que queda.
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