El Estado del bienestar, acorralado
Probablemente, los dos elementos fundamentales que permitieron en Europa occidental un compromiso entre capitalismo y democracia han sido los partidos políticos de masas y el llamado comúnmente Estado del bienestar. Ambos sufren hoy una seria crisis, que no debe confundirse con su inviabilidad futura.Los partidos políticos ya no son de masas, desde luego, y su debilidad orgánica les roba una legitimidad social que la legalidad sí les otorga.
No hay alternativa democrática a los partidos, pero está muy claro que, al menos desde la izquierda, hay que dar una respuesta a la autonomía de unas organizaciones en las que sigue predominando el discurso del poder, en vez de qué hacer con el poder y cómo integrar y hacer gratificante y cómoda la participación de la gente normal y corriente en la política.
De otro lado, la tesis keynesiana de la regulación estatal de la economía a través de políticas anticíclicas (presupuestaria, monetaria, de rentas) ha sido seriamente -para muchos irreversiblemente- puesta en cuestión.
El Estado social que tomó a su cargo la gestión global de la fuerza de trabajo después de la II Guerra Mundial, regulando las tensiones sociales (principio de la concertación social) y socializando una parte de los costes de reproducción de la fuerza de trabajo (salario social, protección social, seguridad social, formación profesional), va abandonando espacios de ese inmenso campo de creación, que rebasa sus fronteras.
Los costes de la política de infraestructuras que rentabiliza el capital privado, y de las inversiones colectivas, a través de las empresas nacionales, también parecen haber llegado al límite, ante las cortapisas de ideas y sistemas fiscales en que cuentan cada vez menos factores de equidad.
La política económica de Gobiernos europeos conservadores o socialistas ha sido en la década anterior la historia interminable del ajuste desde la política de oferta y la lucha obsesiva contra la inflación y el déficit presupuestario al precio que sea. Ha sido, desde luego, la fórmula de la derecha económica: trasvasar recursos desde el sector público y las rentas del trabajo a los beneficios, a la hipotética inversión privada que, por definición, el poder público no controla ni orienta y que en demasiadas ocasiones no se produce en la práctica.
Se han quebrado, estrepitosamente, dos de los objetivos políticos capitales en que se asentó el Estado del bienestar de la posguerra europea: el mantenimiento del pleno empleo y el programa de nacionalizaciones; y se ha quebrado con ello el consenso o alianza social en que esa fórmula se apoyó, lo que ha sido acusado por la socialdemocracia europea prácticamente de modo uniforme, revitalizando simultáneamente la política liberal y conservadora antiestatalista, y produciendo amenazas serias a conquistas sociales aparentemente consolidadas.
En la base de esa ruptura histórica están, sin duda, las transformaciones sociales experimentadas en el último cuarto de siglo. La sociedad se ha hecho mucho más compleja. El funcionamiento de la vida en común es hoy un complicado mecanismo de interdependencias económicas, sociales, culturales y políticas, que requiere poner mucha inteligencia en la dirección del Gobierno.
Las transformaciones del fin de siglo han sido de tal envergadura, en fin, que la izquierda política parece haberse quedado paralizada y perpleja ante algo que no esperaba, y que no encaja en los ya viejos análisis sobre la evolución de la historia. Una parte se acoge a lo viejo conocido -y ya irremisiblemente superado-, otra se pasa al campo contrario y otra se debate para ofrecer una salida coherente a la dificilísima coyuntura.
En este contexto hay que situar la fuerte contestación sindical al decretazo del Gobierno y la convocatoria de una huelga general.
El decreto-ley sobre recorte de prestaciones de desempleo es, sin duda, la culminación de una política económica que ha aprovechado la ruptura del consenso social que hizo posible en España y Europa el desarrollo de instituciones de protección social, ahondando conscientemente aún más esa brecha. En realidad, la estrategia del Gobierno es la escisión de la izquierda sociológica. Piensa que una provocación a los sindicatos que divida al adversario es una forma de desarmar de capacidad reivindicativa a esa amplia franja social popular, que cree le seguirá políticamente apoyando a fin de cuentas. Una apuesta muy arriesgada, a todas luces, y desde luego, socialmente irresponsable.
En efecto, ante una lesión tan evidente de aspectos básicos de protección social, en un país con el 16% de parados y, sobre todo, ante la fórmula decreto-ley, que ha impedido cualquier intento de diálogo, los sindicatos no tienen otra opción que suicidarse o combatir la medida. Han escogido lo último como modo de mantener los más elementales principios del diálogo público en una democracia: la negociación, la solidaridad y una mínima seguridad de que el Estado creado y sufragado por todos tiene alguna finalidad más que salvaguardar el orden público y administrar justicia.
Y es que como los hechos han demostrado, no hay doctrinas que puedan descabalgar a lo público del centro de las políticas de esta era posindustrial. Lo público entendido más como la forma de gestionar servicios que como un modo de propiedad estatalizada. Lo público como reductor de la fosa entre los sectores público y privado de la economía, introduciendo democracia en la provisión de servicios y una orientación de fondo en defensa del interés general. Todo ello requiere, naturalmente, recuperar el consenso social.
El diseño neoliberal de reducción drástica del Estado del bienestar, convirtiendo a la persona en un mero consumidor guiado únicamente por reflejos individualistas, y haciendo de cualquier servicio una mercancía -o sea, la filosofia del decreto-ley-, es inaceptable en cuanto debilitador de los vínculos ético-sociales, y contrario a la propia lógica democrática. De ahí que, aún cuando la convocatoria de huelga se inscriba en la tradición más típica del movimiento obrero, su significado profundo -incluso ínconsciente- es mantener vertebrada a la izquierda sociológica y la misma sociedad civil.
Es cierto que ese decreto-ley puede hacerse porque la izquierda española no tiene todavía una expresión política decididamente renovada que, superando las culturas comunista y socialdemócrata en sus versiones más anacrónicas, sea capaz de hacer honor a estos tiempos que anhelan grandes novedades de progreso y nuevas referencias. Eso se espera y se desea.
El artículo está suscrito por: Fernando Galindo, José Antonio Gímbernat, María Gómez Mendoza, Faustino Lastra, Diego López Garrido, Juan Francisco Martín Seco, Juan José Rodríguez Ugarte, Jaime Sartorius, Juan Manuel Velasco y Luis Velasco.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.