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La corrida

Sin duda, a medida que se acerque el día 28, se establecerá un debate público sobre la razón o sinrazón de la huelga. Alertado por el éxito de la convocatoria del 14-D, el Gobierno ha llegado a un pacto de hierro con sus leales, y no me refiero a los militantes del partido que le da soporte o a sus electores, sino a ese entramado de poderes políticos y sociales que le ayudan a crear opinión: desde los poderes mediáticos hasta Convergència i Unió, por poner el ejemplo de una formación política paragubernamental. No tenemos tiempo para meditar profundamente sobre el papel necesario de los sindicatos, constatación disculpable, porque un Gobierno socialista tampoco ha tenido tiempo durante 10 años para meditar profundamente sobre qué quiere decir ser un Gobierno socialista. Ante lo que puede ocurrir el 28 y, sobre todo, después del 28, quiero alejar mi reflexión de la más mínima voluntad de radicalidad arqueológica: hay que ponerse al lado de los sindicatos porque sí, porque representan Ia razón de los trabajadores". No. No voy por ahí. En cualquier caso me parece algo cómica la coincidencia entre un ex inspector de Trabajo, el señor Martín Toval, y los filósofos de la patronal cuando acusan a los sindicatos de no representar realmente los intereses de los trabajadores. No hay negación sin propuesta alternativa. ¿Los trabajadores estarían consecuentemente mejor representados por la demasiado repetida alianza de los profesionales del socialismo y los dirigentes de la patronal? Lo que me preocupa es precisamente que detrás del pulso establecido entre el poder socialista y los sindicatos desde las primeras reconversiones industriales del compañero Solchaga aparezca cada vez más clara la voluntad de acabar con los sindicatos como movimiento social operativo. Es precipitado decir que la política de los diferentes Gobiernos socialistas ha sido estrictamente thatcheriana, pero está claro que los personajes más determinantes de la cultura economicista del poder sueñan con una derrota del movimiento sindical español de las proporciones de la derrota del inglés. Con un Parlamento domesticado, con los poderes fácticos viejos y nuevos convertidos en cómplices de la operación y una sociedad civil que no ha salido suficientemente del pozo del apoliticismo, la derrota sindical significaría la definitiva victoria de la coalición de señoritos, masters y descamisados promocionados que gobiernan casi todas las instancias de este país.

Habría que recurrir simplemente a la aritmética, ni siquiera a la aritmética odiosamente comparativa, para sospechar lo poco dotados que suelen estar los ministros de Economía para entender las angustias que generan subsidios de desempleo o trabajos precarios o paros vitalicios. El sueño de cualquier ministro de Economía de esta modernidad es desertizar el horizonte de movimientos sociales y, cumplida su tarea, pasar a la iniciativa privada y enriquecerse todo lo que no le ha permitido su honestidad durante la etapa de gestión pública. No se conoce ni un caso de ex ministro de Economía que haya llamado a las puertas del Inem. Insensibilidad comprensible porque el status ayuda a crear conciencia. Menos comprensible es la insensibilidad estratégica que se demuestra cuando al riesgo de sociedades que pasan por una crisis cultural-histórica seria se quiere sumar el de eliminar vehículos de integración y por tanto de culturización como son los movimientos sociales y muy especialmente los sindicatos. A esta sociedad española desconcienciada por la vía del terror franquista y por la conjura de la necedad de los tecnócratas de la política, sólo le faltaría un descrédito del precario movimiento sindical. La gestualidad del poder a ello apunta y valiéndose como nunca del desplante y la provocación, sin renunciar a otras tecnologías de la confusión como insistir una y otra vez en que el adversario "no tiene alternativa". Bastaría con que los medios de comunicación públicos y privados pusieran al alcance de los sindicatos, como intelectuales orgánicos, el mismo espacio de divulgación que suelen entregarle al poder establecido, para que la ciudadanía se enterara que sí, que los sindicatos tienen razones y alternativas y que pueden estar equivocadas las unas y las otras. Pero un sindicato no es una olla de grillos ideologizadores, sino el resultado del intercambio de saberes de líderes sindicales, abogados, economistas, y cumplen en España una función difícil e imprescindible de vehicular lo que queda de conciencia social crítica. La brutalidad del reajuste económico que implica el ensamblaje del sistema productivo español con el europeo y universal ¿ha sido sistemáticamente obstaculizada por los sindicatos? ¿Qué hubiera ocurrido si ese proceso lo hubiera dirigido la derecha política?

El parti pris de que el Gobierno pone el cerebro y los sindicalistas el corazón obrero me parece un bolero gonzalero, en el mejor de los casos, un bonsai del pensamiento. No hay que ponerse pesado con la evidente supervivencia de ciertos antagonismos entre la Europa de los mercaderes arbitrados por el Estado-mercader, la realmente existente, y amplias capas de la población europea no sóldcompuesta de trabajadores, sino también de ex trabajadores y no trabajadores. Que en esta dialéctica toda la alienación corresponda a los sindicatos y toda la lucidez a los mercaderes y sus masters me parece una simplificación de partida, desde la que se está viendo venir el 28-M. Y no se está viendo que el nuestro es un Estado asistencial precario, por más estadísticas comparativas tramposas que se hagan, por lo tanto un Estado con menos capacidad de pacto social que los más estables del Norte y que, pese a su estabilidad, empiezan a dar muestras de nerviosismo social. Sería un desastre cultural y a la larga político que los sindicatos españoles fueran banderilleados, picados y corridos en este año de gracia de 1992, como si fuera la principal contribución cultural a la Expo o a la Olimpiada. Antorchas olímpicas, Alain Delon disfrazado de presidente de Francia, todo cabe en el desfile triunfal de las fiestas de la modernidad y en la cola del cortejo cautivo y desarmado el movimiento sindical, pasado por la piedra por un poder en buena parte compuesto por fugitivos del abismo revolucionario que volvieron a casa del padre a ponerse sus chalecos y a heredar la barrera. En este pulso están en juego 150 años de cultura de vanguardia de las clases populares y lo que queda de ética de la resistencia crítica en una Europa que cree tener el ombligo en Maastricht y lo tiene en todas sus colas de desempleo.

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