Efímera cristalería
Simón Suárez enmienda la plana a Mallarmé desde la frase que ilustra el telón de entrada: "Surgi de la croupe et du bond" se convierte en "surgi de la foudre et du fond". La sonoridad se mantiene, pero es significativa la nueva presencia del rayo y el fondo. Un grupo de actores, durante 10 minutos en diferentes lenguas, debaten sobre las dificultades de la creación apoyándose en textos de Stravinski, Adorno (sobre Schoenberg), Joyce y Mallarmé, de quien también se utiliza la canción de Ravel sobre el hermético poema citado. Pillan al espectador por sorpresa (no hay una referencia en el programa de mano), pero ni siquiera le provocan, ni por supuesto le aclaran nada. Es una forma de teatro antigua, pretenciosa por lo discursiva y fallida por la pedantería. Aquí está fuera de sitio. Los sonidos de los relojes en la asombrosa obertura de la extraordinaria La hora española de Ravel marcan ya otras cotas estéticas. Suárez subraya el mecanismo de la relojería y lo funde con la geometría de líneas y volúmenes. La escenografía es bella y contundente, sintetiza una visión. No acompaña, sin embargo, la dirección teatral, burda en el juego y carente de intención. Tamayo dirige la obra con tendencia a la lentidud y a la densidad. Los riquísimos acompañamientos instrumentales (de la partitura se traducen en general más desvaídos que transparentes. Del reparto vocal, muy discreto, destacan Claire Powell, una Concepción exacta y graciosa, llena de matices y soltura.
Belisa
(Estreno mundial). De Coria. Director musical: Arturo Tamayo. Director escénico: Simón Suárez. Con C. González, A. Blancas y M. Perlstein.La hora española. De Ravel. Con C. Powell, J. García León, D. González, M. Bermúdez y E. Baquerizo. Teatro de la Zarzuela. Madrid. 15 de mayo.
Miguel Ángel Coria (Madrid, 1937) es autor de tres sugestivas ariettas para voz y orquesta sobre textos de Pavese, Baudelaire y Lorca. Esta última, basada en Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, de dos minutos de duración, sirvió de punto de arranque a la ópera Belisa. El texto de Lorca, rebosante de ideas, es trabajado por el musicólogo Antonio Gallego, para seleccionar las situaciones susceptibles de traslación musical. El resultado es magnífico, tanto en los aspectos literarios como teatrales, pero, caso insólito, el libreto publicado no se corresponde con la música presentada.
Coria es un compositor de enorme cuidado por el detalle, refinado y sensible, con un catálogo en que dominan las obras de duración breve. Pero la ópera tiene sus propias leyes, a las que no se sujeta Belisa con su duración inferior a media hora y la alternancia de partes cantadas y habladas que la sitúan más próxima al singepiel o la zarzuela. Su primer cuadro (ocho minutos) es espléndido. El resto es un híbrido, con instantes subyugantes que se desvanecen en la falta de continuidad estilística y formal. Se recurre a Wagner y al madrigal y hay hasta melodía, pero se añoran una mayor unidad y un desarrollo más preciso de los conceptos apuntados. Las viñetas musicales, de que ha hablado Coria (en alusión a las aleluyas eróticas en las que se inspira la obra de Lorca) son desiguales.
Todo queda en un esbozo, en unos apuntes (estupendos algunos de ellos, desde luego) para una ópera más elaborada. Quizá hubiese sido preferible una opción más radical, reducir la extensión a la mitad concentrando los hallazgos, o aplazar el estreno hasta un acabado más depurado. Tal como se pudo ver y oír en la Zarzuela, Belisa dio la impresión de estar cogida con pinzas y alargada artificialmente. Ello no impidió el favorable reconocimiento que una parte del público dispensó a la obra (ópera o lo que sea). Los cantantes hicieron lo que se les encargó, en una poco inspirada dirección escénica. Las enormes expectativas despertadas por el programa doble Ravel-Coria se quedaron, parodiando también a Mallarmé, en una propuesta efímera de cristales a punto de romperse.
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