Francia y Europa
AL APROBAR en París ayer, en primera instancia, la reforma constitucional indispensable para que los franceses puedan luego ratificar el Tratado de Maastricht, la Asamblea Nacional dio un paso importante en la buena dirección: el apoyo al proceso de unidad europea en un momento en que la armonía comunitaria es esencial para todos sus miembros. La reforma añade a la Constitución francesa de 1958 un capítulo sobre Ia Comunidad Europea y la Unión Europea" y modifica algunos de sus artículos. Destacan el incremento de competencias consultivas del Parlamento galo en relación con la legislación comunitaria, la autorización para entrar en el sistema de moneda única, la decisión de promulgar una ley orgánica que regule el voto de los extranjeros (uno de los temas que más pasiones nacionalistas ha suscitado) y la aceptación de una política común de visados. Probablemente, la reforma de mayor consecuencia para la CE es la que limita el automatismo en la incorporación de la legislación comunitaria a la interior, haciendo que la cuestión deba ser informada previamente por el Parlamento francés.Tras una maratoniana sesión parlamentaria, el reparto de los votos (398 diputados a favor, 77 en contra y 99 abstenciones) no da idea cabal de las divisiones que ha creado y aún crea en Francia no ya la reforma constitucional, sino sobre todo el futuro del continente. Lo que resulta significativo para la vida política francesa no es el voto negativo de los ultraderechistas de Le Pen y de los comunistas; se daba pordescontado. Inquieta, aunque se supiera de antemano, que la izquierda del Partido Socialista encabezada por el ex ministro Chévénement haya sido contraria a la reforma y, como consecuencia de ello, a la ratificación de Maastricht. Los socialistas franceses -en baja de popularidad y quebrantados por los últimos procesos electorales- no pasan por un momento fácil de cohesión interior. Su ejemplo no deja de preocupar a las fuerzas progresistas que en el resto de los países miembros de la CE se embarcan en el proceso de ratificación del tratado de unión política, económica y monetaria.
Es grave también que los partidos de la derecha hayan actuado con total descoordinación, como había previsto el presidente Mitterrand, buscando la ventaja política que ello puede depararle con vistas a las elecciones legislativas de 1993. Los liberales de la Unión por la Democracia Francesa (UDF) del ex presidente Giscard d'Estaing votaron casi unánimemente a favor, mientras que los neogaullistas del RPR del ex primer ministro y alcalde de París, Jacques Chirac, se abstuvieron mayoritariamente, aunque también se produjo un sustancial número de votos negativos. El propio Chirac anuncié que, aun cuando votaría a favor de la ratificación de Maastricht, en esta ocasión se abstendría para así preservar la "unión y cohesión" de su partido. La división de la derecha no dejará de tener consecuencias de peso en el futuro de la gobernación de Francia, sobre todo si, como se prevé, las fuerzas combinadas de Giscard y Chirac ganan las próximas elecciones generales en 1993. Una nueva cohabitación a la que añadir un ala conservadora dividida no puede ser buena para la estabilidad de Francia o para combatir las peores tendencias del electorado hacia el extremismo de derecha.
Pero el susto no ha pasado aún. La reforma debe ser aprobada ahora por el Senado, lo que, debido a la mayoría de que dispone la derecha en él, es cuestión bastante más complicada. Y si se obtiene el voto favorable, las dos cámaras deberán entonces reunirse en un Congreso en el que la mayoría requerida es de tres quintos, para obtener la cual es de prever que se producirá una ácida lucha. Por eso no cabe descartar la idea de que Mitterrand se incline por la solución alternativa de acudir a un referéndum en el que además podría despachar conjuntamente la reforma constitucional y la ratificación del Tratado de Maastricht.
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