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LA TRANSICIÓN EN HUNGRÍA / Y 3

Los restos de un imperio

Los húngaros afrontan su adaptación a Europa tras enterrar el régimen comunista

Jorge M. Reverte

Los húngaros consiguieron, a finales del siglo pasado, un acuerdo con los austríacos para constituir el Imperio Austro-húngaro. Fueron tiempos de esplendor que se encargó de borrar la Primera Guerra Mundial. Después, acabada la segunda, el imperio se quedó convertido en un pequeño país de poco más de 10 millones de habitantes y 100.000 kilómetros cuadrados de territorio. Fuera de sus fronteras, viven otros tres millones de húngaros, repartidos entre Eslovaquia, Ucrania, Rumania y la ya extinta Yugoslavia.Hungría, gracias a esa depredación de su territorio, se ha convertido en uno de los países más uniformes del mundo desde el punto de vista nacional y racial. En su interior hay una fuerte comunidad gitana, de más de medio millón de personas. El resto, magiares. Es justo lo contrario de lo que sucede en los países de su entorno. Y son húngaros los que, en muchos casos, aparecen como las víctimas del chovinismo de los países del entorno.

En este asunto, la historia vuelve a vengarse. Los húngaros, hoy un ejemplo de tolerancia y de mano izquierda en el trato de vecindad, no fueron generosos con sus vecinos. Mientras peleaban con los austríacos para equiparar su lengua y su cultura al rango más alto en el seno del imperio, oprimían a los eslovacos negándoles lo que ellos reclamaban. Los rumanos, que ya estuvieron en Budapest en una marcha sangrienta, desconfían de los dos millones de húngaros que ocupan una parte de su territorio. El disparatado asesino que fue Ceausescu planeó, incluso, una salvaje operación de eliminación absoluta de los pueblos de la minoría húngara en su país. Los húngaros, hoy, son conscientes de lo que el pasado puede influir en su presente.

El espíritu de Visegrad

El 15 de febrero de 1991, los máximos dirigentes de Hungría, Polonia y Checoslovaquia firmaban en la ciudad húngara de Visegrad un acuerdo que significaba un cambio histórico en el rumbo de los tres países. Se había desintegrado al CAEM, el acuerdo económico regional, y los nuevos dirigentes, democráticamente elegidos, pusieron las bases que habrían de regir su colaboración futura. En resumen, el acuerdo hablaba de los esfuerzos conjuntos para la integración en Europa, la vigilancia del respeto de los derechos humanos y una declaración para cooperar.

Para los húngaros, dada su peculiar situación nacional, el acuerdo de Visegrad era mucho más que una mera declaración de principios a favor de la democracia y el cambio de sistema: se trataba de un marco en el que resolver una parte de sus problemas externos, entre los cuales no es el menor el de la construcción de la presa de Gabcikovo-Nagymaros, un gigantesco proyecto hidroeléctrico que fue firmado en 1977 entre los Gobiernos comunistas que regían entonces Checoslovaquia y Hungría. El proyecto utiliza las aguas del Danubio en la frontera entre ambos países para obtener una fuente de energía alternativa a la nuclear y las centrales de carbón que envenenan ambos países. Sin embargo, en 1991, los húngaros hicieron pública su oposición a continuar el proyecto, que ha supuesto ya unas inversiones superiores a los 100.000 millones de pesetas. Los húngaros han calculado que la presa provocaría problemas ecológicos de envergadura, una alteración de la calidad de las aguas, y un posible retoque de las fronteras. Ante su firme decisión de paralizarlo, los eslovacos han reaccionado con una continuación unilateral de las obras. Detrás de todo ello, además, la minoría húngara en Eslovaquia. En suma, un problema que se complica y que puede desatar un nuevo vendaval a ambos lados de la frontera.

Yamas Katona, secretario de Estado político de Exteriores, usa mostacho como los antiguos guerreros magiares, aunque su expresión cordial e inteligente evita que se pueda suponer en él el menor rastro de ferocidad. Katona es uno de los factores de la política regional y un profundo conocedor de la zona. Katona insiste en que Hungría habrá de resolver sus problemas por la vía pacífica, aunque expresa con rotundidad que Hungría tiene el deber de proteger a los húngaros del exterior. Y realza el valor que para el proyecto de su Gobierno tiene la integración en Europa: "Unos dicen que nos uniremos antes del fin de la década, otros que antes del fin del siglo y otros que antes del fin del milenio. En todos los casos, nos vamos a integrar pronto". Katona tiende a desdramatizar, pero no puede ocultar la preocupación que despierta en su Gobierno la inestabilidad en Rumania y la antigua Yugoslavia, y se ríe abiertamente, con un deje de malicia, cuando se le recuerda la ocurrencia del ministro de Exteriores italiano sobre un eje Madrid-Trieste-Budapest. Kupa, el ministro de Finanzas, abunda en ello: las economías tienen mucho en común. En cualquier caso, Visegrad, la intervención diplomática constante en la zona (tirando de Ucrania para su incorporación a Europa) y Trieste-Madrid-Budapest parecen ser muchos ejes para un solo país, que está, por otra parte, entrando en el área del marco por la imparable presencia alemana en la zona. La importancia de la diplomacia húngara está fuera de toda duda en una región que a algunos les hace tener pesadillas sobre un nuevo volcán en Europa. Y ahí están Yugoslavia y Moldavia para recordarlo.

Cuando se observan las magnitudes de la reforma económica, de las operaciones de ajuste y de los nuevos retos en política exterior, se comprende el calificativo de revolución que los húngaros dan a su cambio de sistema. Un cambio que, además, se ha producido con una ejemplar moderación en las formas. Quizá, como afirmaba Fernando Claudín, la falta de sustancia del anterior régimen permitió que se hundiera todo como un experimento de laboratorio que hubiera salido mal. Pero ello, y la peculiar actitud de muchos de los dirigentes comunistas húngaros durante la transición, no ha impedido que surjan voces contra los anteriores amos del país.

El Foro Democrático y sus aliados, los democristianos y los pequeños propietarios pusieron en marcha una iniciativa parlamentaria para castigar la pertenencia a numerosas responsabilidades durante el régimen comunista. De forma curiosa y sorprendente para muchos, fue el Fidesz, la Federación de Jóvenes Demócratas, el grupo que se opuso con mayor acritud al proyecto de revancha. Los Demócratas Libres, salidos en buena parte de las filas comunistas pero también sus víctimas favoritas por su airosa oposición, pelearon contra la ley. El argumento era de una simplicidad aplastante: iba a crear un conflicto civil en Hungría y no se sabía hasta dónde podía llegar la purga. Al final, el Tribunal Constitucional dio la razón a la oposición, y la ley está, de momento, congelada en los sótanos del Parlamento.

La historia del Partido Comunista Húngaro, frente a la de otros países, está repleta de bandazos y de actos heroicos o miserables que responden más que a una posición ideológica en el terreno de la política a las discrepancias sobre la soberanía nacional y, sobre todo, a la lucha por las libertades. Imre Nagy era el líder comunista en 1956, y es un héroe nacional. Kadar representa para los húngaros el último impulso modernizador, aunque no se entusiasmara con la reforma. Incluso entre los intelectuales se da esta paradoja con frecuencia. Es el caso de Andras Hegedus, rescatado por los soviéticos en 1956 de las iras de los rebeldes y posteriormente un hombre de la reforma. Es el mismo fantasma que recorre Checoslovaquia, aunque con una diferencia importante: en Checoslovaquia dejó de haber disidentes en el interior del partido en 1968, mientras en Hungría los ha habido siempre. La revancha, el ajuste de cuentas, se cine, por el momento, a las destituciones ministeriales y a una acción visible en las calles: los nuevos nombres que sustituyen a los caídos (república popular, Lenin, Engels... ) permanecen debajo de la placa anterior, que se tacha con una raya roja. Hace ya mucho, y a los húngaros se les hacen siglos los meses, cayeron las últimas estatuas que representaban a los dioses del tiempo anterior.

El 'play boy' de Szentendre

Esa nostalgia se pierde entre los nuevos entusiastas de la estética occidental poco digerida. Szentendre es un pueblo situado a pocos kilómetros de Budapest, cerca de Aquincum (límite del Imperio Romano en Panonia). Doce mil habitantes que desarrollan su vida en un publecito fundado por serbios en el siglo XVIII, serbios que huían de los turcos en su última ofensiva contra el imperio de los Habsburgo. En Szentendre la industria fundamental es el turismo, y en sus calles repletas de pasamanería y malas antigüedades se escuchan palabras en todos los idiomas.

En una de las terrazas, un tipo proclama con su simple apariencia que es el jefe. Viste ropa deportiva y se calza con las mejores zapatillas norteamericanas. Un pendiente de oro en cada oreja y una gorra de béisbol, que le dan todo el carácter al hacer juego con unas gafas de sol más propias de la práctica del esquí que de un paseante. El tipo juega con unas llaves que arroja al aire de cuando en cuando; reclama, con éxito, a cualquier mujer que pase por delante de su mesa, y bebe un combinado que él mismo se prepara a base de vino tinto y cocacola. Es la estrella de la ciudad, y la imagen de lo que puede ser un provinciano de éxito en la nueva Hungría. En Budapest, junto a los bares sexy que parecen inundarlo todo, crece el número de bares de copas para los más jóvenes.

La patria de Lukacs

Los húngaros hablan una lengua que sólo encuentra similitudes en la de los fineses. Una lengua que les ha hecho estar algo más aislados que a sus vecinos los eslavos, y que fue, durante muchos años, perseguida por los austríacos. Sus escritores no se conocen apenas fuera de las fronteras, salvo en los casos extraordinarios, como Danilo Kiss entre los contemporáneos. Pese a ello, Budapest fue un centro de vanguardia, alentada por hombres como Giorgy Lukacs, quien compartía tertulia con Arnold Hauser. Filosofía, teoría de la estética... en una casa cercana a la plaza de los héroes, al costado de Varosligest, un parque de tremenda hermosura dotado -cómo no- de balnearios de aguas termales. Los húngaros gustan de recordar sus glorias nacionales, y un español no se libra de la evocación de Puskas, Kocsis o Czibor, que huyeron de su país después de 1956 dejando deshecho uno de los mejores conjuntos de fútbol del mundo. Nunca están seguros de que el foráneo sepa de dónde eran Vassarely o Zsa Zsa Gabor y se ocupan de recordarle a la mínima ocasión que allí se inventó el ordenador y que Rubik inventó su cubo de colores en Budapest. Y en cada barrio de la ciudad, una placa recuerda que por allí pasó Beethoven o Mozart, o Liszt. Y que Bela Bartok no estaba solo en la música de Hungría. Y hoy, después de años de ostracismo, resurge la historia de la cultura de un país que fue clave en Europa.Un país que, pese a su tamaño, juega un papel en la región clave para su estabilidad. Y que se ha abierto al exterior de manera impresionante. El comentario del ministro de Finanzas para explicar las posibilidades de cooperación con España: "Conozco el museo del jamón, en Madrid, y creo que tenemos mucho en común".

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