La cuarta etapa
LA EXPLICACIÓN pública de lo que los socialistas consideran cuarta etapa de su mandato va a centrar los esfuerzos del Gobierno, y de su presidente, en las próximas semanas. Esta etapa -que seguiría a las de su llegada al poder en 1982, ingreso en la Comunidad Europea en 1986 y proceso de modernización ligado a las celebraciones de 1992- tiene como horizonte la incorporación de España, en 1997, al pelotón de cabeza de las economías europeas con motivo de la culminación de la unión económica y monetaria. Al margen de otro tipo de consideraciones, como la aparente disposición de Felipe González a presentarse a las próximas elecciones, la iniciativa revela la voluntad del Ejecutivo de pasar a la ofensiva respecto al plan de convergencia diseñado como estrategia para llegar a ese horizonte de 1997.La identificación de la mayoría de la población española con el proceso de integración en Europa es notoria, pero no puede decirse precisamente que ello sea consecuencia del esfuerzo de Gobierno y oposición por explicar a la ciudadanía el significado de ese proceso y los efectos cotidianos de sus fases sucesivas para el bienestar. Las reacciones al programa de convergencia son un exponente claro al respecto.
La necesidad de mantener a la economía española estrechamente vinculada a la dinámica integradora de Europa se ha visto reforzada por la definitiva creación del espacio económico europeo (EEE). La incorporación al mercado único de la CE de los siete países de la EFTA y la previsible ampliación de la Comunidad con alguno de ellos, en general, con un grado de industrialización y convergencia superior a España, confirma aún más la urgencia de adecuar nuestra política económica a esa homologación que se exigirá en diciembre de 1996. El programa de convergencia trata de responder a ello, y su contenido, en líneas generales, es expresivo de las necesarias reformas estructurales y cambios de orientación en las políticas de demanda que es preciso acometer sin demora. Cualquier oposición frontal a ese programa es tan irresponsable como limitar la acción del Gobierno a su aplicación decreto tras decreto.
La determinación que el ministro de Economía muestra en la aplicación de algunas de las más impopulares, pero no por ello menos necesarias, reformas tendentes a mejorar el funcionamiento del mercado de trabajo y a reducir sus adversas consecuencias sobre el déficit público, no sólo ha de extenderse sin demora al resto de las reformas contempladas en otros ámbitos, sino que ha de estar acompañada de la necesaria explicación de su necesidad y de sus efectos. La ambigüedad, cuando no la simplicidad más ramplona, de que hasta ahora han hecho gala algunos partidos políticos de la oposición en sus críticas a ese programa de convergencia no permite cifrar excesivas esperanzas sobre el desarrollo del debate parlamentario del próximo jueves.
Por todo ello resulta imprescindible que el presidente del Gobierno, sin duda el político que mayor credibilidad concita entre los españoles, lidere de modo rotundo el proceso de convergencia. Si su presencia en la opinión pública hubiera sido tan tangible como en la última semana, posiblemente se hubiera evitado el grado de crispación que se advierte en la sociedad a raíz de la convocatoria de huelga general por los sindicatos. Inevitablemente, las comparecencias públicas que a partir de ahora lleve a cabo Felipe González estarán más marcadas por el propósito de neutralizar el alcance de la huelga general que por la necesidad de convencer a los españoles de que los medios arbitrados para conseguir el bienestar de las próximas generaciones, por muy impopulares que sean en el corto plazo, se adecuan al fin mayoritariamente perseguido por aquéllos.
La correcta administración del respaldo parlamentario con que Felipe González viajó el pasado diciembre a Maastricht exigirá igualmente explicaciones profundas sobre la parquedad con que han quedado reflejadas en el presupuesto comunitario para 1993 las demandas españolas de mayor dotación al fondo de cohesión. La petición española de que esos recursos destinados a compensar los esfuerzos de España, Portugal, Irlanda y Grecia en aras de la convergencia alcanzaran en 1993 los 487.500 millones de pesetas ha sido sólo parcialmente atendida, limitando esa cuantía a 201.500 millones de pesetas.
Como era de esperar, la convergencia exigirá sacrificios, pero no mayores que los que hubieran sido necesarios de no haber existido ese horizonte definido en Maastricht por los Doce. Al Gobierno le corresponde ahora vincular el balance de aquella cumbre con la detallada definición de prioridades en que se concreta su trabajo, cuando menos, en el inicio de esta cuarta etapa.
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