Fiebre consumista
La fiebre del consumo ha entrado definitivamente en los hogares chinos, tensando la todavía escasa capacidad adquisitiva. El evidente afán por acumular más artículos que el vecino parece haber disipado para siempre, a pesar de la reciente campaña, el recuerdo del samaritano maoísta Le¡ Feng, que renunciaba altruistamente a cualquier privilegio personal en beneficio de la comunidad.La transformación se está produciendo. Existe un brusco contraste entre las condiciones de vida de quienes se han subido tempranamente al carro de la reforma y de los que siguen viviendo de los sueldos estatales.
Para atender a las demandas de esta nueva clase emergente, estadísticamente muy minoritaria, pero con un poder adquisitivo muy superior, ha florecido ya toda una serie de establecimientos de culto al ocio y al lujo, a las que el resto rara vez puede tener acceso. En estos locales, el sonar de los teléfonos celulares marca la constante de un nuevo ritmo de vida, mientras se consume coñá francés y tabaco de importación. Los coches -generalmente polskys de fabricación nacional que evocan a los utilitarios españoles de los sesenta- esperan en la puerta, mientras la mayoría de los chinos aún debe ahorrar dos meses para poderse comprar la tradicional bicicleta, vehículo de transporte fundamental.
Contrastes
Después de una noche por los locales de moda, los karaokes y los restaurantes donde los platos de marisco se abandonan sin terminar en la mesa con graciosa elegancia, el paso por delante de la estación, en el centro de Pekín, nos devuelve otra imagen de la realidad.
Gentes de todas las edades y sexos yacen en la enorme explanada a la espera del próximo tren. Muchos son campesinos que vienen a la capital en busca de un trabajo mejor remunerado: como obreros en la construcción de los inmensos edificios que han cambiado en los últimos años el paisaje de Pekín, carpinteros ambulantes o asistentas para las familias acomodadas de la capital.
El continuo trasiego de esas masas de población recuerda que China es un país de dimensiones brutales, y que los sueños de las ciudades (siempre estadísticamente hablando) no son más que una gota comparada con la inmensidad del mar.
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