"Por alguna razón el chico no me disparó"
Tenía alrededor de unos quince años, era un chico negro bien parecido con una gorra de lana azul. En un semáforo saltó de un Cadillac amarillo próximo a mi coche de alquiler. Estaba de pie junto a mi ventanilla apuntando hacia mi cabeza un brillante revólver con pinta de nuevo. "Abre la puerta", dijo.La radio del coche acababa de anunciar: "Es un día luminoso, la brisa sopla sobre Los Ángeles sin tener en cuenta el humo que arrastra sobre las colinas de Hollywood". Murmuré la primera tontería que me vino a la cabeza: "No puedo abrir la puerta".
Eso era el cruce entre el bulevar de Manchester y la avenida Van Ness, en el epicentro de las revueltas. En una esquina sí y otra no un edificio ardía. Estábamos atrapados sin esperanza. Por toda la ciudad, los conductores blancos habían sido sacados de los coches y golpeados o disparados.
El chico, confundido y asustadizo, rompió la ventanilla con la culata del arma llenándome de cristales. Mi compañero gritó: "LárÉate", que era exactamente lo que no se debe hacer cuando un niño asustado apunta con un arma a tu cabeza.
Apreté el acelerador y choqué con el coche que tenía delante, giré las ruedas y me di con otro coche de los que venían. Por alguna razón -¿nervios? ¿sorpresa? ¿era sólo una broma?- el chico no me disparó. Corrimos saltándonos un semáforo en rojo y después otro. El Cadillac amarillo nos perseguía en competición por los semáforos rojos. Yo pensaba (estúpidamente): "Espero que no haya ningún policía cerca". Mi compañero fue más práctico al decirme: "Busca un coche de policía. Y lo hicimos. Nos escoltó a través de callejones ardiendo hasta una vía libre".
La zona sur-central de Los Ángeles es el corazón de la comunidad negra de la ciudad, el lugar donde estallaron el miércoles los peores disturbios urbanos de Estados Unidos en 20 años. Para el jueves por la noche el saqueo, las bombas incendiarias y los disparos indiscriminados se habían esparcido peligrosamente y sin sentido en una violencia autodestructiva.
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