La 'Giselle' francesa pudo con el mecano de Sevilla
Contra muchos pronósticos, el nuevo auditorio al aire libre de La Cartuja de Sevilla ha demostrado servir eficazmente para la danza, y en este caso su gigantesco mecano tecnológico le va bien a la Giselle francesa. Si de clasificar se trata, el nuevo montaje de la ópera de París, que se presentó el lunes, es neomoderno, y ha trasladado a la Bretaña la ambientación centroeuropea.
El escenario se presenta desnudo, y sólo un volumen cerrado de dibujo infantil señala la casa de la campesina. En otro extremo, unas cañas marcan la cabaña del príncipe seductor. En el segundo acto, una hilera de menhires coronados por cruces paleocristianas hace fondo a la noche espectral de autos. El vestuario está a medio camino entre la new wave actual (es el caso de la Corte de los Duques a golpe de terciopelo azulón y fosforito) y citas de folclore, con un resultado más aburrido que sobrio.
En el Auditorio dejan fumar, y casi no hizo falta el humo artificial en la escena de la tumba. Éste es el único punto oscuro al esfuerzo de mostrar un gran ballet teatral en el gigantesco espacio, que fue muy bien adaptado a las necesidades de la pieza. La iluminación y la destreza técnica con el sonido pregrabado hicieron el resto, a excepción del numeroso público que importa al recinto vasos de plástico rodantes y ruidosos cuesta abajo por las gradas, y bolsas de patatas crujiendo inmisericordes en sus bolsas de celofán.
Sobre un aforo estimado de 4.500 butacas, el estreno tuvo algo más de 3.000 ocupadas, cifra importante si se tiene en cuenta que mientras Giselle agonizaba, en la Feria corría a raudales el fino y centelleaba el alumbrao en su primera noche.
Estilo romántico
La verdad es que hoy en día Giselle es una chica muy trabajada por la vida; tanta gente se ha empeñado en arreglársela que la pobre poco sabe de su propia y natural existencia. El ballet se estrenó en 1841 en París, es la cumbre del estilo romántico y la prueba de fuego para el registro técnico y dramático de las primeras bailarinas de todas las épocas. Por encima de su cadáver, en puntas, han pasado estrellas y coreógrafos de dos siglos. En la ópera parisina las marcas indelebles en nuestro tiempo las han puesto el ruso Serge Lifar y la cubana Alicia Alonso, con sus versiones de 1932 y 1972, respectivamente. Aunque sus intervenciones fueron profundas, a ninguno de los dos se les ocurrió el traslado de entorno. Ha habido otros (Lacotte, Nureyev); pero también han sido superados por la discutible dialéctica de conservación de los clásicos. Actualmente, el Ballet de la ópera de París es de los mejores del mundo: cohesionado por las promociones de su escuela, riguroso en la forma y la ejecución, resulta un modelo de esplendor que revalida la leyenda de su casa. Esta Giselle que han traídoa Sevilla, sin embargo, pasará pronto. Será olvidada por su indecisión y su factura más que temporal. No es ni chicha clásica ni limoná moderna. No tiene la valentía de la creción homónima del sueco Mats Ek, ni el rigor estilístico de lo romántico como tal. Poliakov y Bart han hecho algo gris, como los trajes, violentando la mímica en busca de realismo y recurriendo a la coreografía tradicional, de la que inexplicablemente en los créditos han excluido a Marius Petipa, cuando gran parte del material le pertenece sin duda alguna, y ha llegado hasta hoy gracias al puente de San Petersburgo.
La estrella de la noche fue la Reina de las Willis, Marie-Claude Pietragalla, haciendo honor al apelllido, dura y potente, elevada en un salto que corta el aliento, soberbia en su papel de espíritu nocturno y despiadado como una especie de fantasma vengador que se ganó con justicia grandes ovaciones. Su Myrtha se inscribe ya en la tradición mundial de este personaje (Chauviré, Plisetskaia, Bosch, Van Hamel, Tereshjova y Piollet).
Élisabeth Maurin no es una buena Giselle. A veces muy justa en lo técnico, baila sin acercarse al estilo romántico, y está claro que este no es su papel. Patrick Dupond es como es: un chico díscolo, brillante por momentos, imponiendo su nerviosismo al drama. Al entrar a escena emuló a Serge Lifar con aquello de llevar los lirios con la capa al viento.
Babelia
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