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Malos síntomas

Los resultados de recientes elecciones de distinto ámbito en Francia, Alemania, Italia y el Reino Unido merecen algo más que una lectura partidista, indican algo más que un vaivén, son el síntoma de un profundo malestar, el retrato de una desorientación. El malestar lo denota la pérdida de votos del Gobierno, cualquiera que sea el color de éste; la desorientación se percibe por la dispersión de los votos allá donde el sistema es proporcional (la suma de los votos obtenidos por la primera y la segunda formación ha sido extraordinariamente baja, especialmente en Italia).Puede argumentarse la excepción del Reino Unido, pero ello es más aparente que real: a) el sistema electoral es allí mayoritario; b) además, la campaña de los tories ha perseguido, a base de unos métodos de dureza insólita, dicotomizar el voto consiguiendo, pese a la caída del voto conservador, derrotar a los laboristas y, a la vez, arruinar a nacionalistas y liberales demócratas, y c) la previa jubilación de la señora Thatcher había representado ya la simbólica asunción del final de un ciclo.

El malestar y la desorientación que estas elecciones ponen de manifiesto en la Europa desarrollada están básicamente instalados en las clases medias. A sabiendas de la imprecisión que encierra la noción clases medias, puede asegurarse que la fracción más baja en términos de renta, cultura y arraigo de esas clases ha visto crecer la desprotección social en la mayor parte de los países a la vez que comparte su propio espacio urbano con crecientes grupos de emigrantes de origen africano, asiático y en todo caso extracomunitario. Clases medias urbanas que, en número significativo, se sienten inseguras y amenazadas. Inseguridad en el empleo, inseguridad ciudadana, inseguridad sobre el futuro profesional de sus hijos, y junto a la inseguridad el temor, el miedo al desarraigo, el miedo a que los hijos se vean arrastrados a la marginación por vía de la aculturización o de la droga... Están dadas las condiciones para un larvado o expreso enfrentamiento civil entre esa parte de la sociedad y los grupos marginados, no integrados o simplemente diferentes. Los emigrantes (el otro) aparecen a sus ojos como culpables, aprovechados, insoportables, en suma, el enemigo.

Los sindicatos, elemento articulador de primer orden para estas capas sociales, se debaten entre el acoso de los embates corporativos externos e internos, la pérdida de afiliación como resultado de las radicales transformaciones sufridas en el ámbito físico de las empresas, la inestabilidad de los empleos, el paro, la economía sumergida y la inmigración. Sindicatos, a la vez, colgados de la percha del Estado y enfrentados a él en el campo de las empresas públicas o en el de los servicios colectivos. A veces las relaciones entre Gobierno y sindicatos recuerdan la imagen de dos boxeadores, en momentos bajos que descansan sus maltrechos cuerpos uno sobre el otro y, a la vez, dispuestos a dar o recibir un golpe definitivo. Vistas así las cosas, no puede extrañar la creciente desafección de estas capas a sus tradicionales engarces políticos. De ahí la aparición de ligas y nacionalismos, de ahí también el rebrote neoautoritario.

Por otro lado, la caída del muro puso fin al cuadro posbélico de relaciones geopolíticas en Europa y, además, en contra de la opinión de los abundantes Pangloss instalados en la tranquilidad, ha propiciado el inicio de un cambio profundo en el sistema de partidos. En otras palabras, el paradigma surgido en la Europa occidental tras la II Guerra Mundial está a punto de desaparecer ante nuestros ojos.

¿Qué argumentos avalan este aserto? Básicamente dos: el debilitamiento del proyecto político global y la crisis de representación de los grandes partidos.

El proyecto político. La construcción de una Europa unida levanta hoy más ilusiones fuera que dentro de la CEE. En el interior de la Comunidad el discurso cultural y político ha devenido lenta e inexorablemente un discurso básicamente económico, con riesgos de secuestro tecnocrático. El discurso económico suele ser triste y frío. Inepto a la hora de movilizar las mentes y la acción colectiva. La convergencia económica es un objetivo de primera magnitud, pero descarnadamente insuficiente en el plano cultural y político. Es obvio, además, que esta jornada compleja se produce en medio de la ya larga crisis del modelo social que ha caracterizado a la Europa occidental en la posguerra: el Estado de bienestar.

Los partidos. Al desaparecer el modelo comunista, los defectos que han acumulado en su funcionamiento los partidos políticos europeos durante el largo periodo bipolar se han hecho demasiado evidentes. El papel de intermediación entre la sociedad y el Estado, a ellos atribuido, aparece secuestrado por unos aparatos tan visibles como poderosos. La creciente complejidad social ha ensanchado el discurso, pero a ello se ha unido una menor profundidad y una notable pérdida de perfiles ideológicos. El desarrollo del sistema audiovisual ha hecho llegar la superficialidad de tantos planteamientos a la inmensa mayoría. El discurso que sostienen muchos políticos ante el televisor se ha convertido en la penosa elaboración de lo obvio, en fin, una imaginaria esfera a la vez plana y sin aristas, ni carne ni pescado. A los ojos de muchas gentes, los partidos resultan opacos en su funcionamiento, sospechosas sus finanzas y sólo asequibles en su vida interna a profesionales en no se sabe qué materias. Esta percepción, pese a la exageración que conlleva, tiene buenas razones para existir.

Empero, la aparatosa caída del sistema comunista, que hacía tiempo había dejado de ser alternativa a nada, permite el reencuentro con un proyecto europeo común, en la Ilustración y la Razón. Sin embargo, ese proyecto puede fracasar y no sólo por las dificultades para integrar en el futuro a los países del Este, sino por falta de impulso político y cultural. Se habla con buen sentido de profundizar la democracia, de tomarse a ésta verdaderamente en serio. Pero no se profundiza la democracia con retórica sino con hechos políticos, con un cambio en las actitudes, en los estilos y en las prácticas. La construcción de la unidad tiene ante sí difíciles problemas: la preponderancia de los proyectos nacionales, el sistema de decisión política (el veto), la mínima operatividad del Parlamento, en fin, las ineficiencias del consenso, dan con frecuencia la sensación del empantanamiento. Falta la decisión de discutir un nuevo paradigma, un modelo social que habrá de construirse en el debate y en la acción política. Para ello se necesitan propuestas claras y contrapuestas que la práctica irá adaptando, pero sin proyectos ideológicamente diferenciados, el consenso, al que necesariamente habrá de recurrirse con frecuencia, tenderá a ser meramente contable. La contabilidad y los contables no son prescindibles, no se trata de sustituir la contabilidad por la literatura, se trata de dar sentido instrumental a los objetivos contables dotando de un mayor nervio político y cultural al proyecto de unidad. ¿Maastricht, para qué? No puede contestarse a esa pregunta con media docena de porcentajes a obtener en la contabilidad nacional.

Los partidos políticos tienen en todo ello una responsabilidad de primer orden, pero sólo podrán jugarla si son capaces de reformarse en la práctica interna y en la externa. O se hacen más claros, permeables y atractivos, u otros acabarán por ocupar ese espacio, con el riesgo de desarraigo e irracionalidad que tales proyectos, sólo en apariencia novedosos, llevan dentro.

Joaquín Leguina es presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid.

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