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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Victoria olímpica

DESDE AYER, los automovilistas que deseen atravesar Barcelona y, al mismo tiempo, evitarla pueden disfrutar de los 50 kilómetros de los cinturones de ronda. Progresivamente, hasta finales de mayo, se abrirán las 29 salidas previstas dentro de este circuito, que supondrán una renovación importante de los sistemas de canalización del tráfico urbano. Esta obra, con un coste superior a los 130.000 millones de pesetas, es una de las benéficas herencias que dejará el empeño olímpico a la ciudad. Un esfuerzo mancomunado de las administraciones central, autónoma y municipal, importante en la medida en que las dos primeras tienen la perpetua tentación de pensar que lo suyo son áreas de intervención mayores sin caer en la cuenta de que las grandes ciudades como Barcelona, Madrid o Valencia sirven no sólo a sus vecinos estrictos, sino que son espacios económicos y culturales que necesitan y utilizan todos los ciudadanos.La realización tardía de los cinturones barceloneses no se debe únicamente al importante esfuerzo económico que suponen, sino también a una lógica rendición de la ciudad a las necesidades planteadas por el coche. Si hace 25 años todavía podía satanizarse al automóvil y resistirse a que tuviera el regalo de la calzada pública, la evidencia de su multiplicación hace necesarias obras de este tipo. Sin embargo, lo interesante del caso barcelonés es que no se trata de una rendición incondicional. Junto a estos cinturones, que evitan el tránsito interior de quienes sólo pretenden cruzar el centro urbano y reorientan los accesos periféricos al mismo, la política municipal persigue, asimismo, que el automovilista no se enseñoree de la urbe ni coja falsos hábitos sobre la necesidad del coche.

La penalización sin escapatoria del infractor -al margen de chapuzas en el método- y el favorecer la opción peatonal para los trayectos cortos (una acera cómoda, sin invasiones de coches, puede convencer al ciudadano de dejar su automóvil) son apuestas para impedir el irremisible imperio automovilístico. A falta, naturalmente, de una apuesta más seria y racional por el transporte público, absolutamente necesario para resolver el caos en nuestras ciudades.

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