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Comunicaciones desmentidas

Leo un relato de Italo Calvino que transcurre en Oaxaca (México), Bajo el sol jaguar, y me pregunto: ¿por qué un narrador italiano como Calvino, un novelista inglés como D. H. Lawrence o poetas franceses de la categoría de Henri Michaux, Blaise Cendrars, Antonin Artaud pueden escribir tan bien, de una manera tan pertinente y tan sugestiva, sobre temas latinoamericanos, y los escritores españoles no pueden o no se interesan en hacerlo? Se conmemora nuestro descubrimiento por España, pero el origen, la raíz de todo descubrimiento, que es la curiosidad, parece más adormecida, más embotada que nunca. No siempre fue así, desde luego. Los cronistas del descubrimiento, de la conquista, incluso los de la vida colonial, escribieron páginas extraordinarias sobre este Nuevo Mundo. Después de 1810, de la independencia, de la ruptura y la fragmentación, la comunicación auténtica se interrumpió de una manera brutal, casi irremediable. Somos países de memoria simple, de conciencia histórica pobre, con escasa capacidad de aprendizaje y con capacidad de olvido igualmente escasa. Valle-Inclán creó Tirano Banderas, una de las pocas figuras latinoamericanas vivas de la literatura española moderna, y Pío Baroja, por esos mismos años, y con algunas razones bastante buenas, por lo demás, dijo que éramos "el continente tonto". Valle-Inclán veía lo peor y, de paso, lo más hispánico de nuestro mundo, el caudillo tosco y dictatorial, y Baroja sólo encontraba escritorzuelos mediocres y políticos y diplomáticos farsantes, escudados con torrentes de pompa y de retórica. Es probable que esta visión haya cambiado algo, pero está muy lejos de haber cambiado en forma seria. En Francia, en Alemania, en Estados Unidos, es frecuente encontrar aproximaciones más interesantes, más sutiles, mejor informadas, a los temas nuestros. Hasta comienzo a sospechar, por lo menos en el caso de Chile, que los japoneses nos descubrirán antes de que los españoles nos descubran (puesto que alguna vez nos descubrió el adelantado don Diego de Almagro). Si las conmemoraciones de ahora sirvieran para cambiar un poco esta situación, para salir de los lugares comunes y entrar en un proceso de conocimiento más auténtico, más vivo, no estaría mal.Los escritores españoles actuales, cuando resuelven salir de la Península, escriben con interés sobre el norte de África, sobre Oriente Próximo, sobre hoteles y aeropuertos de Europa del Este o de Norteamérica. La cháchara, la oficial y la extraoficial, sobre América Latina impide, sin duda, que se convierta en un tema válido. Destruye algún resorte en alguna parte del inconsciente o de la memoria creativa. Un mole poblano, una ensalada de nopalitos, el movimiento de un zócalo mexicano de provincia en el atardecer, suscitan en Italo Calvino un proceso apasionado y profundo de asociación de ideas: los sabores gustativos y el amor camal, los ritos del pasado, los sacrificios, la religión y la muerte. Algo muy parecido le ocurrió a Malcolm Lowry, le ha ocurrido a muchos otros autores de otras lenguas. Siempre he sospechado, en cambio, que la imaginación hispánica tiende a inhibirse frente a todo lo que sea latinoamericano. América Latina es un deber escolar y oficial, no un estímulo, y menos un erotismo. No hay para qué engañarse en esta materia. Es mejor analizar el asunto y quizá psicoanalizarlo, sin demasiadas esperanzas de superarlo en el breve espacio de un aniversario.

El asunto, por lo demás, y no puede ser de otra manera, se manifiesta en forma inversa y recíproca. Hemos ensayado en otras épocas la novela que podríamos llamar de "tarjeta postal ibérica", la novela al estilo de El embrujo de Sevilla, de La gloria de don Ramiro, pero es raro que los escenarios peninsulares aparezcan en la narrativa latinoamericana actual. Hay excepciones, desde luego, como es el caso de El jardín de al lado, de José Donoso, pero son notoriamente escasas. Julio Cortázar podía escribir en forma extraordinaria sobre París o Venecia. La prosa de Borges podía llenarse de nieblas escandinavas. Los jóvenes narradores chilenos se pasean con gran soltura por Berlín, por Río de Janeiro, por Praga, por parajes de California. De repente, pocas veces, aparece un Madrid marginal o negro. De hecho, es notablemente difícil para un novelista de esta parte del mundo crear personajes que hablen en el castellano de Castilla o de Extremadura. El idioma común nos desune curiosamente. El verso de Vicente Huidobro, como la prosa de Alberto Biest Gana, tenía toda clase de giros y hasta de tics afrancesados. El lenguaje de Neruda más creativo, el de Comunicaciones desmentidas, el de Entrada en la madera, tiene un sistema de gerundios y de adjetivación sintética que es bastante ajeno a la tradición española, un sistema que el poeta inventó cuando vivía aislado en las colonias inglesas de Extremo Oriente.

Todo esto coincide, por lo demás, por el lado nuestro, con una muy escasa lectura y con un interés casi nulo por los escritores españoles, los de hoy y los de ayer. Seguimos leyendo a franceses, alemanes, anglosajones, italianos, eslavos, como hace treinta y hace sesenta años, y conectamos mal con la literatura de la Península. Es un prejuicio archiarraigado. La leyenda negra, la de los Lastarria y los Barros Arana del siglo XIX, subsiste. Está instalada en los laberintos de nuestro inconsciente colectivo, producto de una reflexión histórica todavía incompleta, inmadura. Vicente Pérez Rosales, en un capítulo notable de sus Recuerdos del pasado, les demostró a los chilenos que había dos Españas, la de Fernando VII, con la que habíamos roto, y la de los exiliados en París que fueron compañeros suyos, la de Moratín y Silvela, con la que teníamos notorias afinidades. Esa idea de Pérez Rosales no fue popular y no caló muy hondo entre nosotros. Nadie conoce su libro en España, mientras en Chile sufre la condena grisácea de los textos obligatorios de enseñanza.

En una revista literaria leo una encuesta sobre los cinco libros más importantes publicados en España después de 1975, es decir, después de la muerte de Franco. Se me ocurre de inmediato la posibilidad de otra encuesta. ¿Qué responderían cincuenta personas chilenas cultivadas si les preguntaran por esos libros? Lo más probable es que hubieran escuchado mencionar alguno de oídas y que no hubieran leído ninguno. No creo que ocurriera lo mismo con una encuesta similar sobre literatura francesa o italiana. Curioso asunto. No hemos revisado todavía la antigua leyenda negra, a pesar de que ingresamos con pompa y circunstancia en la conmemoración del V Centenario, y el prejuicio funciona en ambas direcciones. Hay que reconocer, en cualquier caso, que el desinterés, la ausencia impermeable de curiosidad, son mucho más fuertes acá que allá. España, por lo menos, ha hecho un esfuerzo editorial y ha conocido una corriente importante de la literatura latinoamericana contemporánea. Aquí es diferente. Nuestros antepasados leían El Quijote en su juventud y a veces lo recordaban. Nosotros leemos a Milan Kundera y a Italo Calvino, lo que no está mal, además de una novela que se llama Scarlet y de las obras completas de Harold Robbins. Esperemos que la Exposición de Sevilla, con el pedazo de hielo de la Antártida en el pabellón de Chile, sea el punto de partida de otra cosa. Que el hielo, al revés de lo que uno habitualmente desea, no se derrita, y que las comunicaciones formales no se vean desmentidas por los hechos.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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