Una teoría de la exageración
No es complicado escribir una crónica de ambiente teniendo a la Maestranza como soporte de inspiración. Tal vez en ningún otro lugar como en esta orilla del Guadalquivir -plácida y bravía a un tiempo- el planeta de los toros concentre tantos ritos o conjure tantas memorias. El problema no es, pues, de cantidad, sino de sutileza e instinto.Sevilla es una vieja ciudad enmarañada de gestos y de ritmos. Los grandes acontecimientos tienen los tiempos marcados para que se cumplan con precisión los detalles más nimios. Si la Semana Santa es una rigurosa e íntima sucesión de liturgias sabidas y previstas, no lo es menos la feria. Al celebrarse lejos del bullicio diario, su preparación puede pasar algo más inadvertida. Es lo mismo; cuando llega, todo está dispuesto: los gallardetes al aire, los farolillos primorosos, el albero planchado, el encaje sostenido con coquetería, y, desde el primer instante, un revuelo multicolor de volantes le hace guiños gozosos a la primavera.
La Maestranza, a su estilo y a su aire, es como el supremo santuario de los ritos ciudadanos. A la hora exacta, por el puente de Triana o desde la Puerta de Jerez, desemboca en el Arenal un expectante universo procesional. Son los miembros de un culto cuyos signos tradicionales casi todos conocen y casi por igual exigen.
El primer compromiso e ineludible tarea es hacer efectiva la participación y la presencia. La Maestranza es todo un espectáculo inicial de complicidades larvadas y saludos expresos. A la Maestranza, no se olvide, se va a ver y dejarse ver. Se toma asiento en un estrado siendo juez y parte, se sube a un escenario en el que se es, a un tiempo, espectador y actor principal.
Tras esta fachada ornamental y previa, la Maestranza empieza a revestirse de profundos, casi reverentes silencios. Entre la vida y la muerte, entre la consagración y el desengaño, se dirime también el pulso y el sentido estético de la ciudad. En Sevilla ni siquiera el arte es demasía, y en la Maestranza más precio tiene un momento destilado de lucidez que una larga y trabajosa faena.
Bien conocen este proceder los cientos de aficionados, de maestros coronados de gloria o de novilleros en ciernes que pueblan los tendidos y barreras. A veces ni siquiera es necesario el éxito completo. Basta con que la luz, el color, la inspiración y la tarde se conjuguen en un rapto circular de perfecta sincronía. Después una verónica alada vale por una feria, corno un verso puede justificar todo un poema.
En Andalucía se saborea, como en pocos lugares, la estética exquisita del instante. Es lo más similar a la plenitud redonda y perfecta de la plástica. Un destello tal vez efímero, pero que deja colmada la sensibilidad colectiva e individual del andaluz.
Este momento será imborrable y servirá después para ser comparado, evocado y exaltado. La tan citada exageración andaluza adquiere así un sorprendente matiz. No se trata tanto de aumentar o, sobredimensionar los hechos cotidianos como una cierta costumbre de acercarse al prodigio y subrayarlo en extremo. Aunque sea sólo un detalle fugaz, un resumen inspirado. Se considera tan perfecto que se puede esperar y aguardar detrás de muchas vulgaridades, porque se sabe que llegará otra Semana Santa y habrá una levantá sublime y otra feria con un natural de -ensueño que alimente recuerdos nostálgicos.
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