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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Expo de todos

LA EXPOSICIÓN Universal de Sevilla, que se inaugura mañana, es un proyecto de Estado cuya idea fue lanzada por el Rey en 1976, cuando este país emergía de una larga era de oscuridad y se disponía a participar en el esfuerzo colectivo de democratización, modernización e integración internacional latente en la tradición liberal y democrática española. La Expo se pensó como una palanca en ese proceso, y también como ocasión para una asunción racional del pasado compartido en tomo a la empresa americana, de cuyo inicio se cumplía el quinto centenario. Celebración internacional y reflexión histórica que pretendía unir, así pues, la conmemoración del pasado con la apuesta por el futuro.Polémicas como la suscitada por el nacionalismo catalán a propósito de los Juegos Olímpicos han puesto de relieve, más allá de los oportunismos de algunos personajes, el retraso en la construcción y asunción de un sistema de símbolos de identificación con la España democrática. El secuestro y manipulación que el régimen franquista hizo de los sentimientos patrióticos de los españoles ha contribuido a crear ese vacío. Sin embargo, es difícil imaginar una sociedad integrada sin esa forma de solidaridad con el Estado y la nación que los liberales del siglo XIX llamaron patriotismo y que se manifiesta en la identificación -racional y afectiva, pero no pasional o exclusivista- con una serie de símbolos, valores, referencias históricas.

Nada más, pero nada menos. La Expo de Sevilla es, por su carácter internacional e irrepetible, por las dificultades y esfuerzo que su organización ha requerido, una ocasión de dar a conocer la realidad de la España actual. Su éxito debería ser motivo de orgullo para los ciudadanos. Moderado, si se quiere: como el que provoca el triunfo deportivo de un compatriota o la concesión del Premio Nobel a otro. Por el contrario, la alegría ligeramente histérica que algunas personas experimentan ante desgracias o accidentes, como que se incendie un pabellón de la Expo, revela una mentalidad simétrica a la del infantil patrioterismo de las peñas futbolísticas: sostener que nadie puede superarnos en chapucería es tan poco ecuánime como dar por supuesto que somos los mejores.

Poco ecuánime es también la actitud de quienes hacen alarde de desapego hacia el acontecimiento con el argumento de que se trata de una iniciativa propagandística del poder. Una cosa es la crítica de la gestión y otra la negativa a reconocer la dimensión colectiva, nacional, de la Expo, por más que alguien haya tenido que asumir la responsabilidad -y el protagonismo- desde el poder. Tan mezquino sería quien intentase patrimonializar el éxito de manera partidista o sectaria como quien tomase pie en tal o cual aspecto parcial para desdeñarlo como ajeno.

Ciertamente, la Expo de Sevilla constituye -en el contexto de las conmemoraciones del V Centenario y juntamente con los Juegos Olímpicos de Barcelona- parte principal del escaparate actual de España, en un mundo que requiere competencia y disponibilidad tecnológica. Pero el escaparate no es condenable si responde a un buen almacén. Las iniciativas del 92 constituyen un emblema del cambio social, político, económico y cultural protagonizado por la ciudadanía española en los últimos 15 años. Y si esta transformación de la sociedad ha situado a España en el mapa del mundo civilizado, ¿por qué denigrar los símbolos que la representan?

Además del impacto simbólico, la Expo ha concitado un gran esfuerzo económico y tecnológico en el despliegue de infraestructuras, con una orientación de reequilibrio regional. Es innegable que este esfuerzo ha incluido algunos excesos y dispendios perfectamente evitables. Pero tales defectos no deben ocultar la orientación globalmente positiva del proyecto que se pone en marcha mañana. El Estado ha realizado una extraordinaria inyección de recursos públicos para hacer posible el acontecimiento y para eliminar estrangulamientos -de transportes y de servicios- en la España del Sur. La evidencia de que estos recursos públicos no han inducido hasta el momento iniciativas parangonables de carácter privado -o a cargo de otras administraciones- constituye uno de los puntos débiles de la Exposición Universal. Pero es subsanable: corresponde a todos la rentabilización del esfuerzo común.

La otra gran incógnita del evento, muy ligada a ésta, estriba en el aprovechamiento de la reordenación territorial y de infraestructuras realizada: ¿cómo se enfocará la utilización del recinto y de las instalaciones de La Cartuja a partir de 1993 y su imbricación con el tejido socioeconómico sevillano y andaluz? Si la Expo, además de ser una buena exposición universal, de lo que hay pocas dudas, logra una trascendencia más allá de 1992, habrá sido un gran éxito de los españoles. Hay que apostar por ello.

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