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ANTONIO MUÑOZ MOLINA Teoría de la discordia

Hay días, semanas enteras, temporadas de furiosa discordia, de beligerancia tensa y callada contra casi todo, de una ira solitaria, de antemano abatida, un disgusto sordo y creciente como una molestia física que acaba convirtiéndose en rabia, incluso en rencor, porque el impulso de discordia no puede ya manifestarse en rebeldía personal si en disidencia política y a poco que uno se descuide se le enquista en el alma y le vuelve más difíciles la respiración y la vida. Si la melancolía, -según Cocteau, es un fervor caído, la discordia es una lucidez inerme y una rebelión sin porvenir, un no aceptar lo inaceptable que sin embargo es cotidiano, un sinvivir de in dignaciones enhebradas que igual lo asaltan a uno leyendo el periódico que paseándose al azar por una calle conocida. Cuando se tiene un carácter dócil y una cierta predisposición a la pereza, la discordia es sobre todo un contratiempo y, a veces, una calamidad, porque lo que uno más desea es encontrarse cómodo en el mundo y no andar por ahí secretamente enfurecido, como un aguafiestas, como un torvo cenizo que vuelve la cara en las fiestas de los otros iguales que Judas en los pasos de la Santa Cena, La discordia, que en otros tiempos fue o debió de ser una potestad de la razón, ahora es más bien un estado infeccioso de espíritu para el que no parece que haya otro remedio que rendirse al chantaje de la conformidad. Hay quien vive, como Machado, en paz con los hombres y en guerra con sus propias entrañas, pero ese destino no es siempre más incómodo que la desazón de la discordia: discordia contra las palabras, contra las cosas, contra los titulares de los periódicos, contra los que los periódicos no dicen, contra los concursos y los seriales de la televisión, contra los locutores de la radio que hablan español con acento inglés Y luego pronuncian inglés con acento de Cáceres, contra las brutalidades que se gritan entre sí los automovilistas en los atascos de tráfico, contra los policías, contra los ladrones, contra los cantantes de ópera, contra los arquitectos, contra Mickey Mouse, contra casi todos los héroes y casi todos los malvados de las películas y de la realidad, contra los huelguistas, contra los patronos, contra el Gobierno y contra los adversarios del Gobierno, contra uno mismo, desde luego, contra su incapacidad de no indignarse o al menos de no escuchar y no ver y su tendencia cada vez más acusada y más acusadora a la discordia, a un instinto de disidencia en el que hay menos voluntad y convicción de costumbre; una costumbre, para mayor delito, extravagante, que ya sólo parecen compartir unos cuantos amigos y algún columnista tan aislado y huraño en su clausura de tipografía como el San Antonio de Flaubert en el desierto de Tebaida.De pronto todo el mundo celebra con arrobo cosas que uno siempre ha encontrado detestables, y si al principio le parece que puede sustentar su discordia en las antiguas legitimidades de la rebeldía, o de lo que se llamaba el libre pensamiento, al cabo de un tiempo descubre que también se han perdido, porque nadie las recuerda, o se dice con remordimiento que a lo mejor es uno el que está equivocado, pues sería un gesto de soberbia imaginar que la razón está de su parte, como un rescoldo de fuego sagrado que siguiera ardiendo débilmente en las catabumbas de los justos. Todo el mundo, en todas partes, quiere viajar en busca de su infancia a esa Disneylandia que acaba de abrirse en las cercanías de París, y la crema de la intelectualidad española, que hace 20 años desenmascaraba al Pató Donald como un agente de la CIA, se desvive ahora por cantar las alabanzas no sólo de los muñecos de Walt Disney, sino de cualquier otra basura norteamericana. Todo el mundo quiere ir a la Expo y subir al tren de alta velocidad, y degustar las sutilezas de la Semana Santa, y escuchar a Plácido Domingo en la inauguración de la Olimpiada, y asistir de corto al Rocío y volverse soñadoramente Peter Pan viendo la última y nauseabunda película de Steven Spielberg. Todo el mundo, salvo los enfermos de discordia, los raros, los sospechosos, los aguafiestas, esa gente, anacrónica y dispersa cuya máxima aspiración en estos tiempos ingratos es no aplaudir ni sonreír obligatoriamente y que aún sigue prefiriendo, con educada prudencia, el 14 de abril al Viernes Santo.

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