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El árbol del toreo

Sobre Juan Belmonte casi todo está escrito, analizado, medido y valorado; desde su irrupción en los ruedos hasta el momento actual, su nombre aparece con frecuencia en artículos y crónicas taurinas.Si un novillero, en su juvenil delirio de grandeza, inicia una ceñida media verónica, el nombre del trianero aflora a la mente de los más veteranos espectadores, quienes, a causa de lo que oyeron a sus mayores, rememoran las imágenes que forjaron en su imaginación cuando les fueron relatadas las maravillas belmontinas.

Si se habla sobre el temple del toreo, Juan está presente como su inventor; si de citar con el pecho por delante, él fue el primero en ponerlo en práctica; si de torear hacia atrás, en círculo, también.

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Un diestro de leyenda

En definitiva, cuando se menciona ejemplo a imitar en el arte de torear, es imprescindible anteponer su nombre, porque su estilo nació clásico por excelencia a fuer de heterodoxo, y, por consiguiente, fue el gran renovador de los conceptos toreros, rígidos e inamovibles hasta su aparición.

Poco se comenta sobre las verdaderas causas que instaron a tan grandioso torero a inventar para sí una forma de actuar, a modo de triquiñuela, que le permitiera suplir su carencia de técnica ortodoxa, hasta entonces obligada, y afianzarse ante las reses, aun a costa de sufrir innumerables volteretas y tropiezos. Su primigenio concepto del arte estaba basado en la experiencia proporcionada por los bóvidos de media casta, burlados en las nocturnidades de Tablada, que le forzaban a retenerlos fijos en el capote a causa de su tendencia a la huida -consecuencia de su carencia de bravura- y, también, a salirse de la escasa luz de los candiles de carburo que, sujetos de las ramas de los acebuches, le servían de sol.

Esta necesidad de mantener el engaño ante los ojos de los animales, de andarles hacia el pitón contrario para cortarles la escapada, describir una curva en el lance y mantenerse cerca de ellos con el fin de no perderlos de vista, hicieron posible, años después, la eclosión del más racional, lógico, bello, estético y emotivo toreo de todos los tiempos.

La nueva derrota

Encontró, casi sin proponérselo, la fórmula que descubría nueva derrota al arte de torear, hasta entonces considerado perfecto en su rectitud gracias a la sabiduría de José Gómez Joselito, que culminó en sí todas sus esencias alumbradas por los maestros precedentes. Pero hubo de soportar innumerables dudas, vacíos, cogidas... y asimilar las bases de la ortodoxia pretérita, edificada sobre la rectitud, hasta lograr ensamblarlas, dando lugar al toreo moderno, convertido en clásico nada más nacer de sus manos y, por tanto, digno de emular, como así sucedió.

Lo menos bueno fue que, a fuerza de querer imitarlo, cada vez con más facilidades, se inició la mengua de la furibundez brava del toro de lidia -comenzada por el propio Belmonte en su última época-, dando lugar a un descaste de las ganaderías y a una exagerada estilización de las formas toreras, en menosprecio u olvido de la imprescindible emoción, base de la filosofía de la corrida.

Desde siempre el temor del espectador a que surja la tragedia fue la almendra de la afición, ya que el miedo a que el semejante pierda lo más estimado, la vida, es lo que da precisamente más interés a la lidia.

No por ello el auténtico aficionado a la fiesta de los toros lo es únicamente por saborear esa emoción, sino también por sentir en su interior el fuego del arte que, como en todo, no sólo es cuestión de estética, sino de hacer las cosas bien; y si además al arte se le agrega la salsa de la personalidad, entonces está el completo: eso fue lo que Juan Belmonte le supo echar al guiso del toreo. La semilla plantada por Juan Belmonte ha fructificado en un frondoso árbol, bello -posiblemente más que los que le precedieron-, pero necesitado de una inteligente poda que guíe las ramas, fortalezca su base y asegure la supervivencia.

Juan Posada es matador de toros retirado, periodista y escritor, autor del libro Belmonte, el sueño de Joselito.

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