Gobierno y fiscales
EN PLENO ecuador de su tercera legislatura al frente del Gobierno, los socialistas se topan con un serio conflicto con el ministerio fiscal. ¿Qué ha ocurrido para que una de las fuerzas políticas que más contribuyeron a sacar adelante, en 1981, el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, pugne por la vuelta a otros esquemas que parecían periclitados, fuerce la dimisión del fiscal general del Estado y se encuentre enfrentada prácticamente a toda la carrera fiscal?La elección del nuevo fiscal general del Estado, Eligio Hernández, restaura -independientemente de su persona- una de las prácticas más reprobables del pasado: el trasiego de cargos desde el área gubernativa al ministerio fiscal, y viceversa. Al computarse como ejercicio efectivo de su profesión de magistrado los ocho años en que desempeñó funciones de gobernador civil y de delegado del Gobierno se contraviene un requisito legal con el que se pretendía precisamente impedir el retorno a tales prácticas.
La anécdota del conflicto actual es la controversia generada por el envío al ministro de Justicia del informe elaborado por el Consejo Fiscal sobre las carencias del ministerio público y que avaló el dimitido fiscal general Leopoldo Torres. Pero la categoría se halla en el empeño de algunos socialistas en hacer, en la práctica, del ministerio fiscal un órgano del Gobierno, desconociendo que su ubicación constitucional se sitúa justamente, con la autonomía funcional que le es propia, en el área del poder judicial. De hecho, la polémica sobre si el Consejo Fiscal es o no un órgano exclusivamente asesor tiene las trazas de ser un pretexto para justificar el rechazo ministerial a su informe. Su asunción por el fiscal general del Estado, que preside además el Consejo Fiscal, le hacía acreedor de su estudio por parte del Gobierno.
El cambio habido en la cúpula del ministerio fiscal no puede desconectarse del momento en que se ha producido: cuando están vacantes los dos puestos más importantes de la carrera -teniente fiscal del Tribunal Supremo y fiscal inspector- y cuando son inminentes los relevos en la titularidad de la fiscalía especial antidroga y en las de las fiscalías de Madrid y de Galicia, entre otras. Quizá alguien del Gobierno ha podido acariciar la idea de resolver definitivamente el conflicto colocando a funcionarios próximos en estos puestos clave de la institución. Sería un error que no haría sino aumentar la incomprensión.
La superación del conflicto sólo puede venir del estricto cumplimiento del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal. Por parte del Gobierno y por parte de los fiscales. Estos últimos, por ejemplo, deberían actuar con más firmeza frente a aquellos de sus compañeros que aprovechan el conflicto para reclamar una independencia, por demás absurda y constitucionalmente indefendible. Pero, sin duda, corresponde al Gobierno realizar el mayor esfuerzo. Es deplorable que algunos socialistas sigan empeñándose en interpretar la facultad gubernamental de proponer el nombramiento de fiscal general del Estado como licencia para interferir, con criterios de oportunidad política o de otra índole, en la actuación del ministerio fiscal.
Cuando el Gobierno decide interesar -que no instruir u ordenar- del fiscal general del Estado determinadas diligencias ante los tribunales debe entenderse que su iniciativa queda sujeta a los principios de legalidad e imparcialidad que informan la actuación del ministerio fiscal. Y de ningún modo deben sacrificarse tales principios en aras de un modelo de relaciones Ejecutivo-ministerio fiscal, según el cual el fiscal general del Estado debe estar siempre presto a actuar, cuando se lo pide el Gobierno, en defensa del "interés público y social" del que aquél, además, se reclama único intérprete. Casos como el de ENDESA -en el que el fiscal general cortocircuitó una querella por delito ecológico contra el presidente de dicha compañía pública- o en el del archivo de las diligencias contra los altos cargos en el asunto Juan Guerra autorizan a dudar, al menos parcialmente, sobre el grado de interés que existe en defender lo público y social. Optar por esa relación de dominio permite deducir una mayor crispación entre el Gobierno y los fiscales.
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