Demagogia en Perú
"NO SIRVE de nada levantar la bandera de la democracia cuando se está muriendo la mitad del país". Con estas demagógicas palabras se dirigió a los periodistas el canciller de Perú, Augusto Blacker, descrito como uno de los nuevos hombres fuertes del Gobierno del golpista Fujimori. Naturalmente, el canciller no explicó qué sistema político puede salvar a ese 50% de peruanos. Ninguna razón empírica permite demostrar que una dictadura, apoyada exclusivamente por las Fuerzas Armadas, que pretende gobernar a golpe de decreto, sea capaz de hacerlo. Lo mismo puede decirse de sus intenciones de elaborar una nueva Constitución, clausurando el Parlamento y anunciando la reestructuración de todos los poderes que podían controlar al Ejecutivo. No debe olvidarse que uno de los problemas de Perú es que las dificultades afectan, por lo menos, al 70% de la población, calificada de pobre por los organismos internacionales pertinentes.El autogolpe del ingeniero Fujimori demuestra, en primer lugar, su propia incapacidad para resolver los problemas económicos y su impotencia para comprender las reglas democráticas. De otra parte, el caso peruano plantea una serie de cuestiones que, en relación con otros países continentales como Venezuela, Argentina, Bolivia o Brasil, podrían hacer pensar que el resurgir del populismo -tan próximo siempre a la demagogia y a un concepto antidemocrático de la convivencia- no es una elucubración teórica.
El caracazo de 1989, la intentona golpista del pasado mes de febrero en Venezuela, el anuncio de sus cabecillas de presentarse a las nuevas elecciones generales, el más de medio millón de votos que obtuvo en las elecciones a gobernador de Buenos Aires el militar golpista Aldo Rico, los rumores de golpe de Estado en Bolivia y Brasil, la antidemocrática situación que vive Haití, son síntomas más que suficientes para comprender la fragilidad de los sistemas democráticos y la amplia diferencia que existe entre las cifras macroeconómicas y la realidad cotidiana, en la que, sin duda, actúa de gran condicionante una absoluta y generalizada depauperación de la población.
Un informe de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), de Naciones Unidas, indica que el número de personas que viven en condición de pobreza extrema ha aumentado en 47 millones desde 1980. Ello sitúa la cifra de pobres en 183 millones de latinoamericanos, más del 40% de la población total de América Latina, con una mortalidad infantil que en determinados países, como Perú, quintuplica la media de las naciones desarrolladas. Y todo ello en un contexto macroeconómico en el que el producto interior bruto creció un 2,7% en el último año.
Este panorama social es el gran problema, el caldo de cultivo de los populismos de todo tipo -desde los ingenieros con carisma de eficacia hasta los redentores protestantes-. En casos como el de Perú, esa indefendible distribución de la riqueza, esa profunda desvertebración de la sociedad, es también el volcán sobre el que asientan sus bases los terroristas de Sendero Luminoso, síntesis del mesianismo y el asesinato considerado como una de las soluciones revolucionarias y que ayer mismo dejaron muestra de su quehacer con un bárbaro atentado en Lima.
La situación económica del continente es preocupante pese a la bondad de los resultados generales, pero la opción elegida por el presidente Fujimori no resolverá ni la pobreza de los más, ni el terrorismo de Sendero -que por fin podrá festejar su visión de futuro, al denigrar sistemáticarnente la democracia-, ni la corrupción. Por mucho que sean problemas que a juicio del golpista justificaban su decisión.
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