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Huérfanos de la certeza

Enrique Gil Calvo

Los recientes comicios de Francia y Cataluña han ofrecido como principal resultado el imparable declive electoral del socialismo y un ascenso menor de lo temido del nacionalismo de Le Pen y Colom. Jacques Chirac, a pesar de ser un triunfador relativo, ha definido muy bien el horizonte resultante con una sola palabra: confusión. En efecto, la socialdemocracia parece haber entrado en una irreversible decadencia, sin que contemos aún con ninguna alternativa mínimamente creíble. Por tanto (y al margen de los coincidentes episodios de corrupción, más o menos anecdóticos o escandalosos), el desconcierto político aumenta, el vacío ideológico se ahonda y el descrédito de la democracia se generaliza. ¿Qué pensar de todo esto?La mejor explicación de cuanto sucede es que el espectador está desnudo (según la conocida fábula popular). Llevábamos décadas temiendo el poder del poder y, tras la pesadilla, de pronto despertamos sobresaltados descubriendo la impotencia del poder, es decir, el vacío de poder. Al igual que contra Franco se vivía mejor, también bajo el terror nuclear de la guerra fría nos sentíamos mejor, pues al menos el escenario geopolítico aparecía establemente ordenado bajo alguna previsible certidumbre. Pero primero se derrumbó el poder soviético (hasta entonces aparentemente formidable): y lo hizo de un solo golpe, como si fuese un imaginario e idealista castillo de naipes. Y enseguida, al quedar sin enemigo al que oponerse, le ha seguido en la caída el poder norteamericano, que se hunde en el declive económica incapaz de explotar políticamente su indiscutida supremacía militar. Así, el escenario político se halla hoy tan sólo ocupado por la incertidumbre, que se ha adueñado de todas las expectativas de futuro ante el actual vacío de poder.

Lo cual se refleja, por supuesto, en el consiguiente e inevitable vacío ideológico: ya no tenemos certezas políticas en que creer y a las que querer defender. Lo que primero naufragó fue el socialismo jacobino (primero, su versión fuerte o leninista, partidaria de la total estatalización de la sociedad civil; después, su versión débil o socialdemócrata, partidaria de una estatalización sólo parcial o limitada), que no era más que una actualización del dieciochesco despotismo ilustrado. Pero tampoco nos queda la democracia liberal como certeza política a la que agarrarnos como a tabla de salvación, pues su naturaleza de principio exclusivamente formal (reglas de juego limpio en la toma negociada de decisiones colectivas), carente de todo contenido sustancial normativo, le impide poder actuar como ideología políticamente movilizadora, capaz de suscitar adhesión y despertar entusiasmo cívico. La democracia sólo es excitante y estimulante cuando actúa a la defensiva (contra Hitler, contra Stalin, contra Franco, contra Tejero, contra Sadam Husein): y la promesa churchiliana de sangre, sudor y lágrimas es su mejor consagración heroica. Pero una vez desmovilizada, sin antidemocrático enemigo agresor al que oponerse y del que defenderse, la democracia liberal deja de ser un principio ideológicamente movilizador, capaz de inducir la participación pública en la ciudadanía. Por eso los norteamericanos, una vez desaparecido su enemigo soviético tradicional, han quedado desnudos de toda sombra de legitimidad ideológica. Hoy es más cierto que nunca que el emperador está desnudo de toda púrpura política: ¿quién cubrirá su desnudez, y con qué nueva púrpura legitimadora?

Nuestra orfandad es así tanto política como ideológica: carecemos de tablas de salvación a las que agarrarnos para no hundirnos en este mar de incertidumbres y de dudas en el que nos debatimos huérfanos de toda certeza. Y cabe hacerse la pregunta radical: ¿se puede vivir sin alguna certidumbre política o ideológica? Las respuestas a esta pregunta son plurales, variadas y confusas, pero cabe resumirlas (a costa de simplificarlas abusivamente, como resulta inevitable en la prensa) en cuatro errores y una apuesta.

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El primero sería el error porfiado: el de aquellos sectarios que, contra toda evidencia histórica, porfían en sostenella y no enmendalla. Aunque la certeza se haya revelado falsa (al ser refutada por la realidad política), sigue pudiendo actuar al menos como certeza, psicológicamente consoladora en tanto que tabla de salvación personal. Y así, engañados por esta falsa conciencia política, pero orgullosos de permanecer fieles a sus principios inamovibles, algunos continúan creyendo en los cadáveres embalsamados de sus certezas más queridas. El integrismo islámico, protestante o papista, el comunismo recalcitrante de Fidel Castro o el nacionalismo irredento de catalanes o vascos serían buenas muestras de este error porfiado (y, en el plano individual, Vázquez Montalbán sería quizá una figura ejemplar).

Después vendría el error metafísico: el de aquellos que, al constatar el horror al vacío ideológico, tratan de rellenarlo con el retorno a alguna clase de trascendencia moral. Para ello advierten con Nietzsche que, tras la muerte de Dios (el dios político de las certezas ideológicas), todo está permitido, y, por consiguiente, los filisteos caen en el más corrupto, caótico y desordenado de los nihilismos. Pero para superar la inevitable degradación populista y comercial de la democracia, estos nuevos heideggerianos no encuentran mejor solución, reactiva que la búsqueda personal de salvación, basada en la trascendencia mística y la nueva espiritualidad, a mitad de camino entre el emboscado de Jünger y la new age californiana. Entre nosotros, Trías, Argullol o Escohotado serían, quizá, representantes de esta nostalgia por el paganismo desaparecido.

Luego vendría el error cínico, cometido por todos aquellos posmodernos y partidarios del pensamiento débil para quienes el vacío moral nada importa después de todo; por el contrario, casi les resultaría preferible, pues nada mejor que el ateísmo político y el agnosticismo ideológico: dejemos de creer de una vez en los falsos ídolos, que no sirven más que como engañabobos. Sin embargo, se diría que este error está caducando: los ochenta han muerto, y el culto esnob a la moda, la salud, el cuerpo y la privacidad parece estar decayendo, pues cada vez se impone más el retorno de lo público. Esperemos, por tanto, que los noventa presencien el recambio de lo lúdico por lo lúcido.

En fin, el cuarto y último sería el error escéptico: todo se ha consumado y nada tiene remedio, piensan los más descreídos. Sólo queda, por tanto, abandonar toda esperanza y encogerse de hombros con impotencia, bajo el único consuelo de negarse a cooperar con este mundo de oportunistas y corruptos carentes de escrúpulos (pues no hacerse cómplice de tanto descrédito permite guardar para sí la propia estima y la buena conciencia cuando menos); y Haro Tecglen sería entre nosotros el mejor representante quizá de esta postura, la más estéticamente admirable, por cierto.

Ahora bien, frente a estos cuatro errores, queda una quinta opción: la de apostar por el futuro, por imperfecto que vaya a ser. Un futuro incierto, es decir, huérfano de toda demagógica certeza. Un futuro imperfecto, es decir, ajeno a toda utopía profética. Pero un futuro nuestro, tan sólo debido a las consecuencias de nuestros propios actos. Por tanto, es responsabilidad nuestra (no delegable en el azar, los dioses o el destino) el construir uno u otro futuro. Con certezas o sin ellas: ¿qué haremos?

es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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