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Tribuna:500 AÑOS DE LA DIÁSPORA
Tribuna
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Evocación del destierro

El medio milenio de la rúbrica del decreto de expulsión de los judíos de los reinos hispánicos bajo la potestas de los Reyes Católicos se cumple hoy. Es ésta una efeméride que ha sido un tanto oscurecida y tamizada por el fulgor de la empresa de Indias, escribe el autor del artículo, para quien entre ambas sólo existe un tenue hilo conductor: "Cuando Cristóbal Colón partía de Palos, en octubre de 1492, otras naos zarpaban de los puertos de la costa mediterránea con no tan venturosos hados".

Tras la firma regia hubo de transcurrir un mes hasta su publicación, lo que sucedió entre el 29 de abril y el 2 de mayo. Atrás quedaba una fructífera y problemática convivencia -cuando no coexistencia- de tres credos monoteístas que habían erigido iglesias, mezquitas y sinagogas -en pie de desigualdad estas dos últimas- bajo un mismo cielo, donde se oraba a un mismo Dios con distinto nombre.Esta quiebra del inestable equilibrio pluriétnico y multisecular sobrevino en un momento de clímax, impulsado por el fortalecimiento del Estado moderno y la reciente rendición de Granada, que culminaba la gesta réconquistadora y restablecía cierta conciencia de unidad de los territorios hispánicos, restauradora de lo gótico.

No se trataba de una decisión gratuita tomada en el vacío, pues confluía una panoplia de factores de índole político-ideológica (unidad dinástica, confesionalidad del Estado, pacificación política, ausencia judía en las instancias de poder, establecimiento del Santo Oficio ...), religiosa (fracaso de las medidas segregacionistas, proselitismo, inasimilación de los falsos conversos ...) y económica (crisis financiera de las aljamas, contracción fiscal, aparición de nuevos agentes en el tráfico comercial y dinerario ...). La decisión maduró en una etapa de expansión y de una paulatina marginalidad de las minorías confesionales. Léase: los judíos habían dejado de ser necesarios en el entramado macroeconómico y político en el alba de la Edad Moderna.

El edicto supone, ante todo, la prohibición del judaísmo como práctica tolerada. Se decreta el destierro de los judíos no convertidos incentivando, al propio tiempo, la alternativa del bautismo de quien así lo quisiere, pasando a depender de la jurisdicción inquisitorial.

Las últimas investigaciones -basadas en documentos fiscales y recuentos demográficos- arrojan una cifra próxima a las 100.000 personas, lo que supondría entre un 3% y un 5% de la población. En la mente de los soberanos no anidaba la idea de exiliar a esta minoría, sino la abolición de una creencia.

Dicotomía

Estos designios se cumplieron parcialmente. El judío tenía ante sí una dicotomía: el enraizamiento generacional en Sefarad, por un lado, y unas creencias religiosas íntimas que en la diáspora le habían conformado en su identidad cultural y habían labrado su yo histórico por otro. La actitud a adoptar no admitía tibieza: el bautismo o el destierro.

Es tarea ardua -cuando no inviable- determinar la proporción de conversos, porque la documentación lo silencia en parte. No obstante, y si nos atenemos a los datos del reino de Aragón, abjuraron entre un 40% y un 60%, máxime teniendo en cuenta que el retorno fue posible hasta 1499, previa presentación del preceptivo certificado de bautismo.

Los efectos eran obvios: la diáspora -génesis de la epopeya sefardí- y la conversión forzada -fermento ideal del criptojudaísmo- Desde esta óptica procede preguntamos: ¿qué pervive en nuestros días de aquellos 100 lustros de silencio?

La persistencia es doble: la que se mantiene en nuestro territorio y la que afloró allende nuestras fronteras -expandida a través de singulares embajadores que porfiaron en seguir expresándose en judeoespañol como signo de linaje e identidad. Dentro de aquélla podemos diferenciar una herencia tangible y aprehensible -restos materiales- y otra invisible -que alimenta nuestro acervo cultural-.

No olvidemos que la vigencia de lo judeoconverso deparó una de sus múltiples inspiraciones a la prolífica literatura de nuestros siglos áureos, la cual, si hubiera estado ayuna de sus plumas, habría perdido parte de su singularidad. Baste con citar a Rojas, Diego de S. Pedro, Naharro o Encina para corroborarlo.

Pese a la política de incentivación fiscal, el traslado forzoso de mudéjares y cristianos para ocupar las viviendas desocupadas por los judíos o las reformas urbanísticas tendentes a incorporar al tejido urbano las juderías, estos barrios entraron en una profunda de cadencia, coincidiendo, en numerosos puntos de nuestra geografía, con las zonas más deprimidas. No obstante, la geografía judía hispana se mantiene -allí donde la especulación no ha hecho estragos- Baste transitar por las juderías de Toledo, Córdoba, Gerona, Tarazona... para evocar el ser y existir de una gente que fue a la par tan afín y tan diversa.

Entre sus edificios más emblemáticos destaca, cómo no, el centro cívico-religioso que nuclea en torno a sí el arquitrabe social: la sinagoga. Entre los restos más emblemáticos destaca la suntuosidad de Santa María la Blanca y el Tránsito -Samuel Leví- en el corazón toledano, o la serenidad de la sinagoga cordobesa.

Hoy en día, la inmensa mayoría de las sinagogas tienen muy distintos usos. Entre los ejemplos más preclaros se encuentra la iglesia sevillana de Santa María, la del Corpus Christi de Segovia, el Santo Cristo de Santiago en Aguarón o la ermita de San Antán en Híjar. Otras se reducen a vestigios arqueológicos, como las de Trujillo, Sagunto, Teruel o Miranda de Ebro.

Sin embargo, y por encima de todas estas consideraciones, existe una transfusión genética más vívida, la cultural. No olvidemos que los judíos como realidad presencial, en cuanto practicantes de unas ceremo nias mosaicas, desaparecen, pero no se extinguió el sustrato de los judeoconversos, que pronto -aunque el proceso arranca del siglo XIV- tenderán a confundirse con los cristianos, viejos o de natura. Esta ósmosis imparable intentará ser frenada -demasiado tarde, cuando cundió la alarma de la cristiandad- mediante los "estatutos de limpieza de sangre", en un país en cuyas venas fluyen hematíes de innumerables culturas.

Linealidad del tiempo

Perduran valores propios de su cosmovisión e idiosincrasia: a los hebreos debemos el sentido de la linealidad del tiempo, la percepción escatológica, el sen tido de la trascendencia y, en especial, hábitos antropológi cos que han pasado de ser cate gonas conscientes a disolverse en el magma de lo que no nece sita explicación plausible por inmemorial.

Entre los cultemas de conducta destaquemos los de carácter alimentario como la aversión al tocino, el desgrasado de la carne, la extracción del nervio ciático de la pierna del cordero, la negación a comer un animal que no haya sido sangrado, la abstención de carne en tiempo de duelo... Asimismo, el tabú de la sangre de la menstruación, la abstinencia sexual pospartum, la preparación de la comida del sábado los viernes vesperales, el enclaustramiento en la casa con motivo del luto, la impartición de la bendición realizada por los mayores a los pequeños con la imposición de manos, la limpieza de la casa antes de las grandes celebraciones festivas...

Situándonos en otras coordenadas, se encuentran los que fraguan una determinada concepción filosófico-religiosa, incidiendo -por señalar sólo algunos aspectos- en la dudosa trascendencia del Espíritu Santo, la omnipotencia absoluta de la deidad, creaciones burlescas en tomo a la muerte de Cristo en Viernes Santo y su resurrección pascual, expresiones blasfemas sobre la virginidad de María o el poder de la eucaristía... Lo cierto es que la tendencia de la aculturación que sufren las tradiciones de nuestros mayores -vigentes en el área castellana- ceden al compás de una tecnológica uniformidad de espíritus.

Basta realizar un ponderado ejercicio de introspección para ver en nosotros una huella, por pequeña o endeble que ésta sea, del filamento judío que ha contribuido, en mayor o menor dosis, a configuramos tal cual somos en paridad con aportaciones celtas, iberas, cristianas o musulmanas.

No olvidemos que si algo ha caracterizado nuestra cultura ha sido la sustancialidad de lo judeocristiano en clara dialéctica con el islam, que conforman tres visiones antropológicas de lo trascendental, definitorias de lo que se ha dado en llamar civilización occidental.

Miguel Ángel Motis Dolader es profesor de Historia del Derecho en la Universidad de Zaragoza.

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