20 años después
Si se repasan, aunque sea someramente, las historias de Philip Catherine y Charlie Mariano, salta a la vista que son dos músicos poco convencionales. Catherine, nacido en Londres de madre inglesa y padre belga, ha puesto su guitarra al servicio de fines estéticos casi antagónicos y otro tanto se puede decir del saxo alto de Mariano, inspirado en un principio en Johnny Hodges y Charlie Parker, pero abierto a influencias y multifuncional en buena parte de su evolución posterior.La reunión se ha realizado por deseo expreso del guitarrista, quizá para recordar aquel primer encuentro de 1973, cuando ellos dos y un inquieto grupo de músicos europeos trataban de sumarse a la corriente liberadora del asfixiante influjo del jazz norteamericano. Y en ésas siguen casi 20 años después, trabajando sobre un repertorio propio, intimista, denso, de largos desarrollos que se nutren de diversas fuentes folclóricas y de los últimos avances en materia de improvisación.
Philip Catherine y Charlie Mariano
Philip Catherine (guitarras acústica y eléctrica), Charlie Mariano (saxos), Hein Van de Geyn (contrabajo). Sala Galileo Galilei. Madrid, 19 de marzo.
Ámbito europeo
Como ya hiciera en aquel disco de 1982, End of August, Charlie Mariano se amolda con facilidad al ámbito europeo, a pesar de haber nacido en Boston y de haber estudiado en el Berklee College of Music, absorbente escuela a la que deben su formación multitud de célebres jazzmen estadounidenses. A sus 68 años de edad, el saxofonista ha olvidado completamente las férreas convicciones que le inculcaron en aquellas aulas y, aún más, parece burlarse de ellas.Ahora, Charlie Mariano es un músico libre que rompe con brusquedad envaramientos y teorías sobre incompatibilidades, como cuando calca con su sonido terroso a Charlie Parker y, unos segundos después, remeda a David Sanborn, lo que induce a pensar que su espíritu, además de libre, es también algo caprichoso y arbitrario.
Catherine es más riguroso, aunque tampoco elude los contrastes. Su estilo está hecho de acordes dulces y románticos, de rasgueos rítmicos construidos según las reglas del swing ortodoxo y de líneas agresivas cargadas de la misma electricidad que las de los guitarristas de rock. No es fácil conformar un todo coherente a partir de elementos tan dispares, pero no hay que olvidar que la especie de los guitarristas es, quizá, la más acomodaticia de toda la fauna musical superviviente del siglo XX.
Sin embargo, el mejor instrumentista visto en la sala Galileo Galilei, sorprendentemente silenciosa en buena parte del concierto, fue el poco conocido contrabajista Hein Van de Geyn, un prodigio de agilidad, ingenio, concentración y buen gusto. Su sonido claro y profundo fue el auténtico protagonista de la noche, lo que da pie a recordar nuevamente la vieja paradoja de las famas y de las calidades.
Babelia
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