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Sevilla, la isla y el río

Canto a Andalucía se denomina uno de los más célebres poemas de Manuel Machado. En él la mención de cada una de las ciu dades andaluzas va acompaña da de una ajustada descripción: Cádiz es "salada claridad"; Granada, "agua oculta que llora"... hasta que llega Sevilla y, en un supremo acierto, don Manuel (que no era más grande que su hermano, como quería Borges, pero que era un magnífico poeta) suspende las expectativas del lector y elude toda descripción: "Y Sevilla". El efecto estético es claro: el topónimo se carga de significación máxima. Pese a que la cita se ha manoseado mucho, sigue siendo mágica. Yo no sé si los organizadores de la Expo han leído el poema de Manuel Machado, aunque alguno habrá, quiero pensar, que sí. Pero, desde luego, su espíritu está asimilado y proyectado en las soberbias instalaciones que se han alzado en la isla de La Cartuja. Visitándolas, el más crítico tiene que rendirse a la evidencia. Ningún parecido entre esta Expo y las inefables ferias de muestra de la década del cincuenta. De la sombra de Disneylandia es mejor olvidarse y echar por la borda el tópico progre, de cuando creiamos que Walt Disney era un emisario directo del mal.Los organizadores de la Expo han asumido hasta las últimas consecuencias la significación de Sevilla en la historia de España y en la historia del mundo, y han procedido en consecuencia. Esa significación que a algunos les molesta, al parecer, como si fuera posible borrar la historia. Sevilla fue de hecho la capital de España durante la Edad Media. También fue la capital económica del imperio, la Nueva York del Renacimiento y el Barroco (léase a Cervantes, a mayor abundamiento). Por eso se convirtió en mito literario y operístico. Con ese espíritu (Y Sevilla) se han concebido y se están llevando a término las instalaciones de la Expo (la abreviatura sí es un tributo a estos tiempos de miseria verbal). Lejos de la tarjeta postal, el recinto de La Cartuja está ideado sin nostalgias ni regionalismos. Los hay en el que acogió a la exposición iberoamericana de 1929, que aún puede verse en el parque de María Luisa y sus alrededores, pese a sus innegables bellezas arquitectónicas.

Invocar los fantasmas del centralismo sevillano o los agravios comparativos con otras zonas de España es mezclar berzas con alcaparras. Entre otras razones porque al proceder así no sólo se desconoce la historia más o menos lejana, sino que se olvida también la próxima: Sevilla fue una ciudad especialmente maltratada durante el franquismo. A los proyectos económicos del régimen, herederos del modelo de la Restauración, con la sola adición del eje de Madrid-Valencia, se añadió la escasa o nula simpatía que la ciudad inspiraba al general, quien seguramente nunca pudo olvidarse de aquel calificativo de Sevilla la roja con que en la entreguerra llegó a ser conocida en España y fuera de España.

Las obras de la Expo y todas las infraestructuras subsiguientes, que han cambiado la configuración de la ciudad, han venido, pues, a compensar un déficit histórico nada gratuito. Déficit e incluso insultos: lo fue aquel fantasmagórico canal Sevilla-Bonanza que algunos ministros de la dictadura trataron de venderles a los sevillanos en la década de los sesenta. Espigar en las hemerotecas las cosas que entonces se dijeron y escribieron es para sonrojarse. Ahora Sevilla ha recuperado su río, al que le han quitado el horrible corte que, para evitar las inundaciones, le hicieron en la posguerra, cerca de la Torre del Oro, y que pervertía uno de los pasajes más prestigiosos de Europa. Y así, por Triana ("Barcos enramados / van a Triana, / el primero de todos / me lleva el alma", cantó el clásico) fluye de nuevo, liberado, el "magno río civil de las historias" que celebró Jorge Guillén. Sobre él se han tendido seis puentes bellísimos, de ensueños geométricos. Cuando alcance su madurez el exorno vegetal de las orillas, el Guadalquivir se convertirá, en su tránsito sevillano, en el paseo fluvial más hermoso de Europa, además de ser ya su mejor pista acuática. Instalar la Expo junto al río ha sido un acierto capital.

Creo, por tanto, que ni la crítica llamémosla regional ni la crítica llamémosla izquierdista (gastar en fastos inútiles, etcétera) poseen especial sentido. Yo estoy convencido de que la Expo puede ser un gran éxito. Por de pronto, basta transitar su recinto y los alrededorespara percibir algo que gratifica: hemos dejado de ser el país de todos los demonios, incluido el de la pobreza, como dijo Jaime Gil de Biedma, para ser un país no rico pero sí exento de algunos espectros y fantasmas. Solo por esto, la Expo merecía la pena. Es cierto que se plantean ,ya cuestiones inquietantes: ¿qué va a ser de esas instalaciones?, y sobre todo ¿qué va a ser de la población laboral que el certamen ha reunido? Al parecer existe ya una sociedad encargada de lo primero, y que tiene el objetivo de convertir la isla de La Cartuja en un parque empresarial. En cuanto a lo segundo, los más pesimistas invocan el fantasma del 29, cuando la conclusión de la exposición iberoamericana trajo consigo una gravísima crisis económica. Cabe pensar que se habrán considerado los mecanismos de corrección. Quiero pensarlo al menos. Supongo que el señor Pellón no querrá ser, salvadas las circunstancias, el fantasma redivivo del señor Cruz Conde, el artífice de los fastos de 1929.

De momento, y con lo que hay visible, que es solo la Expo exterior, resulta miserable negar la magnitud de las obras que se han hecho y, sobre todo, del espíritu que las ha animado: mostrar un país moderno, sin complejos, capaz de mirar al futuro. De hecho, lo peligroso de la Expo es que sólo sea una ilusión, que pasado el 92 tal escaparate de modernidad se trueque en nada. Esto sería lo lamentable. Pero tal como ha sido concebida, la Expo vale la discutible conmemoración del 92. Quiero pensar también que en La Cartuja no se nos agobiará con retóricas fraudulentas. Mientras menos se hable de lo que pasó hace cuatro o cinco siglos, mejor que mejor. Porque lo único que debe importar es lo que va a pasar (y lo que está pasando, claro). Por eso es de esperar que la inevitable picaresca que pululará, si no pulula ya, por el certamen sea, al fin, sólo una breve nota a pie de página.

es crítico literario.

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