Escribir el cine
Toda una gran estirpe de cineastas norteamericanos se nos está muriendo de unos años a esta parte. Esa estirpe, que abarca desde la comedia al drama de ideas, es la de los hijos del New Deal americano, los que se formaron entre fines de los veinte y de los treinta, los que cuando mueren en esta década de agresiva opulencia han cumplido entre los 80 y los 90 con todo un futuro a sus espaldas, los que, como Capra, contaron la felicidad del optimismo rooseveltiano, los que, como Brooks, quisieron llegar al fondo de la preocupación social rooseveltiana. Uno creía que el mundo era naturalmente bueno; el otro, que con algo de persuasión podía llegar a serlo.Muchas de las películas de Brooks responden al criterio de denuncia social de Elmer Gantry, un fundamentalismo religioso de cuando la palabra no era, como hoy, de uso corriente; Semilla de maldad, con esas escuelas de barrios negro-deprimidos en las que la vida valía, como hoy, menos que un libro de texto; Lord Jim o La gata sobre el tejado de cinc, sobre el sentimiento de culpa y pecado, como hoy, de la civilización blanca, anglosajona y protestante. Siempre grandes temas, sentimientos positivos, cine político anterior a la ola Costa Gavras. En su pedagogía Brooks siempre supo que había que contar una historia, que los conceptos, incluso en Los hermanos Karamazov, debían tener una vida independiente del mensaje.
En sus últimos años como realizador, sin embargo, aquellas antiguas certezas menguaron sin remedio. Así, Los profesionales es la historia de unas apariencias engañosas, de una inversión de personajes; el comando de rescate es, sin saberlo, una banda de secuestradores; igualmente, en Muerde la bala los héroes están no ya cansados sino hasta las narices de lo que han hecho con su vida, su vida con ellos.
Richard Brooks usaba la cámara como una pluma. Escribía su cine. Cuando dirigía no era propiamente moderno. Hoy tampoco es por ello antiguo.
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