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Rusia, entre el Imperio y el Estado

Pilar Bonet

Tras el desmoronamiento de la URSS, los antiguos sovietólogos, en busca de nuevos objetos de estudio, reajustan sus análisis para encajar la realidad de Rusia y pronosticar su futuro. ¿Es Rusia, en sus, fronteras como Federación Rusa, un Imperio o un Estado? ¿Está Rusia a medio camino entre lo uno y lo otro? ¿En el supuesto de que Rusia no haya llegado aún a la fase del Estado moderno, tendrá la oportunidad de forjarse como tal, oportunidad que tuvieron en el pasado EE UU, Alemania e Italia en distintos crisoles históricos?Estas preguntas, que están en el aire, no son retóricas, porque las respuestas determinan pautas de acción para los interlocutores de Rusia en el mundo, y la Administración norteamericana mantiene. hoy un intenso debate interno sobre si compensa o no dejar que Rusia se hunda en una decadencia tecnológica y científica que le impida levantar cabeza como enemigo futuro.

En medios políticos norteamericanos relacionados con la política hacia Rusia existe cada vez más la impresión de que las convulsiones que afectaron al cuerpo soviético afectan también al cuerpo ruso. La teoría del politólogo Alexandr Tsipkó sobre el carácter continuo de la desintegración soviética se ha convertido en tema de moda entre los ex sovietólogos de Washington.

En una reciente conferencia, Zbigniew Brzezinski, antiguo asesor de Seguridad de la Casa Blanca, dijo que el éxito de la democracia en Rusia depende de que este país se encuentre a sí mismo como Estado no imperial. Brzezinski aplicaba la noción de Imperio al territorio de la Federación Rusa y aconsejaba a Yeltsin seguir una política de "puertas abiertas" hacia los pueblos no rusos. Si Rusia renuncia a la idea imperial, opinaba Brzezinski, tal vez pueda, integrarse en Europa hacia la segunda década del siglo XXI.

Los nuevos líderes rusos difícilmente pueden estar de acuerdo con estas posturas. Ellos tratan de apuntalar la idea del Estado ruso, con una gama de recursos que van desde la transición a la economía de mercado hasta secretísimos planes de cambio de las divisiones administrativas y territoriales. Esto último, por cierto, con reminicencias de la filosofía estalinista plasmada en la división de las etnias centroasiáticas.

"La esencia del diálogo es si el enemigo de Estados Unidos es el comunismo o Rusia", ha dicho Viadimir Lukin, el embajador ruso en EE UU, en vísperas de su llegada a Washington. "Si es el comunismo", señala Lukin a The Washington Post, "eso significa que deben apoyar a Rusia ahora. Si es Rusia ' en sí misma, eso significaría que cuanto más débil sea Rusia, tanto mejor".

Perpleja Casa Blanca

La Casa Blanca no ha respondido de un modo contundente a este dilema. De ahí las vacilaciones a la hora de crear un fondo para la estabilización del rublo; de ahí las reticencias ante las compras de tecnología soviética -a muy buen precio-, que permitirían a los rusos mantener una estrategia de investigación.

La actitud norteamericana ante Rusia es algo más que cálculos fríos sobre el futuro. Es también un reflejo de los fenómenos que se. producen en el interior de aquel país. El Estado ruso no tiene una columna vertebral articulada a la medida del postcomunismo. "Rusia no ha declarado aún sus objetivos nacionales y gubernamentales", escribía la politóloga Lidia Shevtsova en Novedades de Moscú. Shevtsova, especialista en transiciones a la democracia, planteaba que los dirigentes rusos están ante la alternativa de convocar elecciones para el otoño, y en ese caso pueden aparecer partidos regionales, o decidirse de una vez al giro autoritario.

Economistas occidentales que han comprometido su prestigio en la reforma Gaidar (de Egor Gaidar, vicepresidente del Gobierno, encargado de la reforma económica) creen que el mercado pondrá orden y armonía en e Estado ruso. Sin embargo, las primeras medidas, tales como las subidas de precios y la política de impuestos, han desencadenado reacciones proteccionistas. En Tonisk (Siberia), el sóviet regional ha vetado el programa de privatización del Gobierno central y ha invitado a todos los sóviets de Siberia a hacer lo mismo.

En el caso de Siberia, el proteccionismo va acompañado por el auge de las tendencias hacia la creación de un Estado propio. Estas tendencias,. que parecían folclóricas hace poco, se desarrollan en el marco de una asociación regional llamada Sibirskoe Soglashenie (El Acuerdo de Siberia) y cuentan con fuertes pilares en los líderes de Kémerovo, Novosibirsk y Torrisk. Paradójicamente, asociaciones regionales como Sibirskoe Soglashenie fueron fomentadas por el mismo Borís Yeltsin en vísperas de su elección presidencial en julio de 1991, en parte con vistas a atraer a la nomenklatura comunista de provincias.

Aprendiz de brujo

Yeltsin no tenía conciencia del peligro de desintegración de Rusia antes de ser elegido presidente de la República. Durante la campaña electoral, sus ayudantes tuvieron que presionarle para que se abstuviera de comentar su proyecto de dividir a Rusia en siete repúblicas distintas. Hoy, de acuerdo con las leyes del boomerang, Yeltsin recoge los frutos de todas las ideas que defendió en el pasado en aras de su lucha por el poder con Mijaíl Gorbachov. Los cuerpos de Seguridad del Estado de Rusia tienen ya encomendada una nueva tarea: vigilar los focos de separatismo como el de Siberia, según fuentes informadas.

Moscú carece de una estructura de poder que le permita homologar la comprensión de la reforma económica en la vasta geografía rusa. Por eso, cada provincia y hasta cada ciudad interpreta el mercado como mejor le conviene. Los mineros de Magadán quieren los beneficios del oro que extraen; los petroleros de Tiumen, los del crudo, y el gobernador de Sajalín y sus cosacos del Extremo Oriente quieren una zona económica libre.

A fines de 1990 y principios de 1991, Rusia trató de neutralizar las tendencias desintegradoras con sello nacionalista por medio del Tratado Federal. Ese documento parece repetir la historia del Tratado de la Unión, que debía salvar al Estado soviético. Obsesionados por su relación con las repúblicas ex soviéticas de la CEI, los líderes rusos practicaron la política del avestruz respecto a sus propias repúblicas, y, en algún momento, quisieron creer que éstas aceptarían una Constitución que las equiparase a las provincias y un acuerdo de delimitación de funciones administrativas. Nada de eso. Y para demostrarlo ahí está el referéndum convocado el 21 de marzo en Tatarstán que, de dar un resultado positivo, equivale a una declaración de independencia.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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