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Reportaje:

Veinte años cosiendo entrepiernas

Las 90 empleadas de una fábrica textil aspiran a cambiar de ocupación en el Día de la Mujer Trabajadora

Hasta hace poco se apostaba en la puerta de la fábrica un vendedor de cupones que conseguía arrancar unas pocas palabras a las todavía somnolientas trabajadoras. Son las siete y media de la mañana y nadie tiene ganas de hablar. Francisca, Pilar, Manuela, Rosario, todas van derechas a los vestuarios, donde cambian sus ropas por una bata azul. La costumbre de hacer el mayor trabajo en el mínimo tiempo ha impregnado sus propios esquemas. Muchas suben con sus ropas bajo la bata a los lavabos de la planta, para volver a ponérsela antes de que suene la sirena de fin de jornada. Y para fichar forman grupos de 10, de tal forma que, cada semana, una mete las fichas de las otras nueve, que no esperan cola.La planta productora está en silencio. Entre las sigma, a punto de reventar en una sinfonía de ocho horas, montones de cortes de pantalones aguardan del día anterior. El primer ruido proviene del click del reloj de fichar, al lado de la puerta. En cuestión de segundos: la guerra.

Cada empleada, en su sitio de la cadena de producción. Casi un centenar de máquinas hablando a tonos y ritmos diferentes, de forma que el sonido de fondo se convierte en un diálogo atronador de sigmas especialistas en ojales, pespuntes, bordados, dobladillos. Las bobinas de poliéster empiezan a bailar, mientras Michael Bolton o Juanito Valderrama se desgañitan desde el hilo musical. A algunas la música las acompaña en su tarea. A otras las desquicia aún más.

Eccemas en las manos

A pocos metros de Manuela Sánchez, una compañera se extiende Nivea en manos y brazos. La dureza de las telas les provoca eccemas en la piel. Por este motivo Manuela lleva unos gruesos manguitos hasta el codo. "Este trabajo se lleva fatal porque es tan monótono... Te levantas y sabes que tienes que hacer 2.000 bolsillos y ¡hala!, ése es tu objetivo para toda la vida. Yo llevo 12 años haciendo lo mismo", relata desganada, "te da la impresión, yo qué sé, de que no sabes hacer otra cosa. Luego llegas a casa y te cargas con todo el trabajo. Se están consiguiendo cosas, pero en la práctica no se ven mejorías para que podamos no sólo trabajar, sino también vivir, que es lo que querernos".Las empleadas de esta factoría tienen entre 30 y 40 años. Algunas llevan aquí desde que cumplieron los 14. Se ennoviaron y casaron entre cosido y cosido. Una mujer madura, de rizos grises, apenas interrumpe el ritmo frenético de sus muñecas a la máquina para definir qué significa hoy ser mujer trabajadora: "Estar fuera de casa; tener doble actividad; sentirte un poco más libre. Pero hay trabajos y trabajos", achispa la mirada maliciosa. "En este que hacemos nosotras te sientes como machacada". Cierta flexibilidad empresarial les permite salir a echar un cigarrillo periódicamente. Y casi todas fuman compulsivamente. Se apiñan en los baños, flanqueados por una pegatina: "Sin preservativos, no jodas".

O en el pasillo, como Pilar González, de 39 años y casi 18 en esta empresa, "haciendo entrepiernas" de pantalones. Pertenece al grupo de trabajadoras en el que arraigó el movimiento sindical y feminista iniciado hace pocos años en la factoría y relata, orgullosa, su colaboración en Comisiones Obreras, o cómo montaron un grupo de teatro entre las empleadas. "Me gusta hacer esta vida, aunque me ha costado mucho, porque al principio mi marido no lo veía bien".

Pilar comparte con las demás la sensación de lejanía respecto a los grandes gestos oficiales en favor de las mujeres. "Donde conseguimos las cosas es en el día a día. Hay mucha demagogia".

La sirena del bocadillo las coge, tartera en mano, camino del pequeño bar del sótano que preside una Virgen rodeada de claveles de plástico. En menos de un cuarto de hora se ventilan su almuerzo: una mezcla de olores a lata de bonito, tortilla de patatas, fiambre envuelto en papel y naranjas. "¿Quién tiene un cuchillo?", vocean al fondo de la sala. "Bueno, hablamos de la moda, de lo que compramos, de lo que se lleva", empieza a relatar una treintañera guapetona y madre de dos niños. "También de los polvos que echamos, como la compañera", comenta otra guasona, señalando a la que se sienta en la cabecera de la mesa, con peinado de peluquería. "Sí, sobre todo a ésta, que le va la marcha", apostillan entre risas.

No se ponen de acuerdo sobre sus programas de televisión favoritos. "Yo me acuesto cuando acaba la Manuela [un culebrón argentino]. Vemos Su media naranja, la Manuela, la Rubí [otro culebrón]". Se anima el cotarro, cuando la rubia de la derecha las interrumpe herida en su amor propio, asegurando que ella ve Informe semanal y De tú a tú, "que son programas que te informan", les explica. "¡Venga!", la increpan las demás, "si te hemos visto corriendo por la tarde para no perderte a la Rubí".

Acoso sexual

Los pocos hombres de la factoría las miran medio acobardados desde otra mesa. Lo más parecido que ellas recuerdan al acoso sexual "es el hombre que saca la picha fuera en el puente cerca de la fábrica". "Sí, hay uno al que se le sale de los pantalones". Se mondan de la risa.Su queja principal es el sueldo. "Aquí en el textil son muy bajos y si quieres sacar un buen destajo tienes que estar todo el día dándole a la máquina". Maquinistas de primera, cobran un fijo de 60.000 pesetas al mes y alrededor de 45.000 por el destajo. Algunas dejarían de trabajar si pudieran. Otras lo que dejarían es el trabajo en cadena. Entre la resignación y la esperanza, el sueño se persigue diariamente con cupones y loterías.

"Yo creo que la aspiración de la mayoría es que le toque la Bonoloto", opina Rosario Arcas. "Porque se ha perdido la ilusión. Hace tiempo esperábamos que algo cambiara en nuestras vidas, pero hoy se ha perdido todo tipo de expectativas. Se vive sólo para trabajar". A las 15.36, la salida es vista y no vista. A la puerta no hay mozos repeinados como en las películas de inodistillas de los cincuenta. Ahora van solas por la vida, en metro o en el Renault, las que pueden.

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