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El ruido del silencio

VacasDirección: Julio Medem. Guión: Michel Gaztambide y Julio Medem. Fotografía: Carles Gusi. Música: Alberto Iglesias. Montaje: Sainz de Rozas. Producción: J. L. Olaizola y F. Garcillán. España, 1992. Intérpretes: Carmelo Gómez, Erarna Suárez, Ana Torrent, Klara Badiola, Karra Elejalde, Txema Blasco, Kandido Uranga, Pilar Bardem. Estreno en Madrid: cines Ideal y Alphaville.

Hay mucho riesgo y muy buen cine dentro de esta sorprendente película. Julio Medem -su escritor y director, un donostiarra de 32 años, que hace en ella su primera incursión en el largometraje- se escapa con solvencia y soltura de las normas del consumo habitual de películas y, más que contar de manera convenida una historia igualmente convenida, compone con sonidos e imágenes de choque -que ponen de manifiesto una mirada con poderosa singularidad- un insólito poema sonoro y visual, una dura tragedia rural misteriosa y delicadamente ritualizada.

La pantalla se llena, se vacía y vuelve una y otra vez a llenarse y vaciarse, con los pronunciados vaivenes emocionales -un contrapunto, trenzado con precisión, de pasiones lacónicas y levemente matizadas, en las que amor y odio, amistad y rivalidad se entremezclan y confunden- de una pequeña colectividad de campesinos vascos a lo largo de varias décadas: una colectividad atrapada en el interior del agobiante universo, cerrado sobre sí mismo, de un valle vizcaíno: un minúsculo mundo metafórico donde se aprieta calladamente la historia del mundo y, en concreto, del mundo vasco, en rigor de la tragedia vasca.

Estos vaivenes son, como ocurre en todo ceremonial de tipo trágico, repetitivos, de cáracter cíclico y obsesivo. Su trazado está lleno de esquinas de negrura y no hace falta decir que de violencia extrema. Sin embargo, de manera paradójica, todo es luminoso en el interior de este oscuro poema, comenzando por esa su oscuridad. De ahí la fascinación que produce su tenebroso ritmo, el magnetismo que escapa de sus agobiantes espacios y la capacidad de contagio que tienen sus secuencias secretamente musicales. Es el enigma de los ruidos que hacen audible el silencio.

La cresta de la ola

En Vacas se crean de golpe -en la primera y formidable escena de la trinchera carlista y el carro de los cadáveres- las reglas del juego y las consiguientes claves que requiere el entendimiento de todo lo que va a ocurrir a continuación en la pantalla. De tal manera que, si se acepta esta dura escena, ha de aceptarse, a causa de su fuerza visual, la peculiar cadencia que enlaza todos los sucesos posteriores que ella desencadena. Y ha de aceptarse también la condición mágica del escenario inmóvil donde las décadas transcurren como instantes fugaces; y_ha de aceptarse el carácter de mito que adquiere en ese viciado escenario la memoria de los sucesos, una vez que éstos han sucedido e incluso mientras están sucediendo.

Como en toda verdadera representación de un poema trágico, la película comienza allí donde debe comenzar: en la cresta de la ola. Y de ahí, de esta su condición formal de tragedia, procede la dificultad que amenaza continuamente el equilibrio -siempre mantenido en la cuerda floja- de esta arriesgada y originalísima película. Pero es ésta una dificultad que Julio Medem sortea -comuna seguridad y una agilidad sorprendentes, si se tiene en cuenta su escasa experiencia en el oficio cinematográfico casi siempre, aunque por desgracia no siempre.

Pese a iniciar su vuelo por todo lo alto y tras el salto sobre el vacío de una deslumbrante elipsis que absorbe como un suspiro ni más ni menos que 30 años de vida, Vácas, una vez pasado su fortísimo impacto inicial, se ve forzada otra vez a seguir subiendo. Y lo logra -lo que es toda una hazaña hasta sus 20 minutos finales, en los que se produce un cambio de mirada -o un desfallecimiento del ritmo; o un agotamiento del poder de síntesis; o quizá las tres cosas al mismo tiempo- que desorienta al espectador y hace que la atención de éste, hasta entonces sostenida magnéticamente en esa referida cresta de la ola, decaiga y pierda una intensidad que ya es demasiado tarde para poder recuperar.

La gravedad de esta caída se debe a la gran altura alcanzada por lo que la precede. Vacas es obra de un cineasta importante, complejo y dotado con una sensibilidad fuera de norma, pero que no ha medido bien sus fuerzas y que al final del Filme no logra mantener la intensidad de la grave metáfora -sobre el dolor, el rencor y la locura que anida en las raíces de su país- que ha ideado y desarrollado en la hora y diez minutos precedentes. Y son los magníficos intérpretes y la extraordinaria música los que le echan sus manos, salvan y sostienen, ya en el filo de lo insostenible, el endeble final del filme, cuando su guionista y director ha perdido el dominio de las riendas de una composición que tan firmemente condujo antes.

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