La rebelión de las máquinas
26 de Enero '92.- Queridos biznietos: cuando levantaba los ojos y os miraba en ese mundo que yo vivo, se me ocurría a veces que acaso, al recibir vosotros, con tanto retraso, estas cartas mías, me mirábais sonriéndoos tristemente, como diciendo "¿Por qué tendría tanto empeño en escribimos este hombre? ¿Se creía él que, hablándonos de las pestes de su tiempo, autos, televisores, ordenadores, ejecutivos, supermercados, iba a ayudamos a nosotros en algo a pechar con nuestra desgracia, en este intento de abrimos caminos nuevos entre las ruinas? ¿Se creería de verdad, el pobre, que tratando de esos chismes se podía torcer el eje del Destino?"Bueno, pues aquí os lo dejaba respondido: sí y no, no y sí.
Quería aprovechar esta tarde de Domingo desolado (seguía reinando a pleno la institución de la Semana, y hasta esos infelices de pacientes míos se dejaban vencer por la desolación de los Domingos, y apenas se animaban esta tarde a trepar por los ascensores de mi bloque a buscar bálsamos en mi consulta o descargar sobre mi su peso) para tratar de esplicarme, esplicándooslo a vosotros, cómo era este asunto.
Que es que en estas miserias que envenenaban mi mundo, este pasajero imperio de las tecnodemocracias y la compraventa incesante de inutilidades, se estaba sin embargo jugando algo de una guerra eterna, una batalla sin tregua, entre las formas del Tiempo y la muerte infinita que vivía por debajo, o algo así, ¿no?
Y, sea como sea, ¿sabéis qué era lo que más le indignaba a uno en los manejos de estos Ejecutivos de Dios que trabajaban afanosos por organizar esa catástrofe entre cuyas ruinas os debatís ahora vosotros, viditas mías?, ¿lo que más le revolvía a uno las tripas y lo encrespaba de una ira desenfrenada?
Pues no era, no, el ver que no sabían lo que hacían (porque eso, todos: ¿no nos lo dejó dicho Jesucristo?: no sabemos lo que hacemos, y así tiene que ser mientras seamos lo que somos), no esa común ceguera, sino la seguridad con que se creían que sí que lo sabían:
eso de que cualquier idiota se pusiera a los mandos de su aparatito, a las palancas de su avión, a los botones de su centralita, a las teclas de su ordenador, con esa cara de saber lo que estaba haciendo, orgulloso de su chisme como si fuera él (y mucho más) el que hubiera inventado el artilugio, seguro de su buen funcionamiento y de los fines a los que servía, más que el águila de Machado por el cielo sobre la sierra "segura de sus alas y su aliento".
Peliculitas
Era por cierto a poner esa cara a lo que les ensañaban las peliculitas que incesantemente desde niños les metían por los ojos: ésas en que el matón ilustre, el agente secreto, el brioso policía, con una seguridad nunca defraudada, hacían arrancar su auto para lanzarse a la persecución de otro auto que no menos infaliblemente había arrancado un momento antes, o miraban en la pantallita lo que pasaba al otro estreno del planeta y en consecuencia apretaban la tecla que procedía para cambiar la marcha del vasto plan, o simplemente se metían en una cabina cualquiera, marcaban como el rayo un número, y sin más, estaban comunicando y trasmitiendo la amenaza mortal o la salvación urgente, o bien presionaban el disparador de su miniobús portátil, y al punto obedientemente el cielo se ponía a vibrar en ondas de colores, o bien ponían en marcha en su momento el disco de su supermagnetofón, y una nítida voz les informaba en clave bien sabida de los peligros que de inmediato les acechaban y de cómo desactivarlos, o bien, viajando en astrobús por los espacios, al percibir en el tablero una lucecita roja que se encendía intermitentemente, entendían al punto y procedían a despegar de sus compuertas, por sucesivos toques de botones infalibles, la miniastronave salvavidas, antes de tirar del mando que hiciera desintegrarse el astrobús entre las estrellas, o en fin, se sentaban con un culo de toda seguridad a la mesa de su oficina, pedían por interfono la ficha de informaciones sobre los delitos sexuales de los competidores de su sucursal de Tanganika, y al momento aparecía trayéndosela en mano la secretaria, eficaz y seductora al tiempo, tan tranquila a su vez y tan segura de los mecanismos de la Empresa que todavía, al alargarle la ficha como cosa de trámite y pura normalidad, podía de paso trasmitirle al Jefe, con un relumbre de los ojos verdes entre el rímel negro, otro mensaje de código más secreto, pero no menos decodificable.Esas cosas eran, prenditas de mi desengaño, las que pasaban en las películas que para su educación contínuamente les vendían, y así funcionaban de bien los artilugios más sofisticados y todos los botones y las teclas.
Sólo en las películas, naturalmente: en la realidad, por supuesto, la norma era el malfuncionamiento, el estropicio, las interferencias, los errores, las averías técnicas y perdonen las molestias; apenas si, en los casos más perfectos, llegaba a funcionar bien y según lo previsto el teléfono, el magnetofón, el ordenador, el avión o la astronave un 40 y pico % de las veces; y hasta los artilugios más viejos, como el reparto de correo y la marcha de los trenes, que habían antes llegado a alcanzar, un funcionamiento cercano a lo suficiente, con el progreso del Estado y el Capital, habían venido a sumirse en el mismo caos y desconcierto que la balumba posterior de maquinaria inútil fabricada nada más que para su venta y la creación de Puestos de Trabajo.
Los fallos, deficiencias, imprevistos, retrasos, los entrecruces de cables y los atascos informativos eran la realidad misma de esto que habían hecho de nuestras vidas. Eran, viditas de mi no vivir, las consecuencias del Ideal, del Imperio de la Fe en el Futuro, del idealismo feroz que Capital y Estado habían llegado a imponer a las gentes como arma última de dominación.
Pero, en cambio, no, nunca encontraréis vosotros, niños míos desconocidos, rebuscando acaso entre los escombros de nuestro mundo, una sola película realista. No se hacían jamás películas realistas: ni a los más honrados de los productores del género se les ocurría hacer una película donde pasara lo que pasaba de ordinario, donde el agente recorriera cuatro cabinas de teléfono estropeadas, oyera en la cuarta una serie de pitidos no registrados en su código de señales, y al ir a trasmitir en la quinta su mensaje, saliera una voz rayada que le dijera "Este abonado ha cambiado de número de teléfono: el nuevo número es..."; ninguna película en que, al pulsar la secretaria la tecla del banco de datos de oscilaciones financieras, le apareciera en la pantalla una escala de resistencia de materiales o un simpático mensaje que rezara "Querido cliente: ha cometido V. un error en la codificación de su demanda: compruebe los datos de su código"; ninguna en que las calles del conglomerado urbano se vieran atestadas de autos montados por las aceras o avanzando a trompicones a 7 quilómetros por hora, donde, al salir el auto del brioso policía en persecución del auto del matón ilustre, se vieran ambos en el atasco del. tráfico atrapados como moscas, y si querían seguirse persiguiendo, tuvieran que abandonar sus bólidos superpotentes en la melaza y buscarse en los resquicios de acera que quedaran entre los autos montados y las paredes; ninguna en que, sin estar previsto en el argumento, sino porque sí, porque así es la vida, la enamorada que acude a Barajas ansiosa a esperar al hombre a quien por fin he decidido entregarse esa noche, en una noche de pasión desenfrenada, se enterara por el altavoz de que su hombre ha ido a aterrizar en Alicante y que se lo traerán en autocar por la mañana, a la hora que pueda penetrar en Madrid dicho autocar.
Ninguna. Y sin embargo, en cosas de ésas, lo creáis o no, maripositas de nuestros escombros, en cosas de ésas se pasaba más de la mitad de las vidas normales en nuestro mundo, dejando marcada de su miseria, claro está, la otra mitad.
Pero no podía haber una, película realista en tal sentido: nuestro reino era el reino del Ideal, y también el cinematográfico tenía que servirle.
"Pero bueno" os diréis acaso "¿no había ya muchos entre vosotros que se dieran cuenta de la mentira de la maquinaria?, ¿que dijeran 'No serviré'?"
Claro, claro que los había, ricuras de mis ojos ciegos: muchos. Los había incluso, desde mucho atrás, desde los tiempos de Samuel Butler, que esperaban una revolución contra las máquinas; u otros, más fantasiosos, que esperaban que las máquinas mismas se rebelaran contra eso que llamaban ellos el Hombre y Lo destruyeran.
Ceguera de la fe
Pero, claro, se engañaban también; también caían en la ceguera de la fe y el idealismo: porque no veían que esa rebelión de las máquinas no era ninguna rebelión futura y que hubiera que esperar o que temer: que la rebelión de las máquinas estaba aquí de presente, cada día, en esa misma incapacidad de funcionar bien que acabo de recordaros con ejemplos, en esa necesidad de funcionar cada vez peor en la medida que se acumulaban y se complicaban: en esa incapacidad de nunca llegar a obedecer perfectamente (como en el ideal del Capital y en sus películas), en esa necesaria imperfección estaba la rebelión verdadera de las máquinas contra sus Señores.Y esa rebelión (mirad bien esto, ojitos nuevos de mi desengaño), esa rebelión de las máquinas venía a ser lo mismo que la rebelión del pueblo. No de las Masas, no: las Masas nunca se rebelan, como nunca se rebela el Individuo: las Masas de Individuos están hechas por el Señor, Estado y Capital, y son por esencia obedientes y sumisas. Pero la imperfección de la Masa y del Individuo, esa imperfección a la que llamamos pueblo, eso se rebela, está, siempre rebelándose, y del mismo modo: no por levantamiento de ejércitos vengativos, no por la revolución de un venidero "día de alegría", sino por una tozuda, infinita resistencia a su plan y a su buen funcionamiento.
Y así, la infinita resistencia de las máquinas a funcionar según lo previsto y lo mandado era el ejemplo y la colaboración de la infinita resistencia del pueblo a desaparecer convertido en Masa de Personas.
¡Si viérais, cada vez que se asomaba uno a los suburbios desolados de este Madrid mismo, edificados para la muerte y la miseria progresada, y se decía uno "Los niños que hayan nacido en estos bloques de desolación tienen ya que haber nacido muertos", y sin embargo, luego se encontraba por allí niños y muchachos, no todos, pero muchos, con los ojos más despiertos que nunca, y dispuestos a dejar hablar por sus bocas la herida del sentimiento y la inteligencia!
O ¡si viérais cómo, después de un siglo de Imperio de la Tecnocracia y machaqueo progresivo de su propaganda, se encontraba uno de vez en cuando, en pleno territorio del Desarrollo, un hombre poco viejo que se dedicaba a criar burros, que ya no servían para nada, y a fabricarles albardas de crin y esparto, y si os descuidábais, a venderos uno con albarda y todo!
La resistencia era inacabable. No contaban, no, los Amos con esa infinita resistencia de los corazones, como no contaban con la resistencia de los materiales y el necesario empeño de las máquinas en no funcionar según sus Planes y su Propaganda, en funcionar cada vez peor.
En fin, de esa rebelión y resistencia habéis nacido vosotros, benditos olvidos míos, en medio de la catástrofe y las ruinas de la ilusión. No iban Ellos a vencer (ya lo habéis visto), iba una y otra vez a florecer el sentido común que seguía latiendo por debajo; y la traición sorda y acumulativa de sus propias máquinas iba a ser el mostrenco y bendito aliado de la gente viva.
Cierto que, entre tanto y no, ¡cuánta ilusión y sufrimiento inútil, cuánto despilfarro de riquezas y palabras para nada!
Pero ea, qué se le va a hacer: así es la guerra.
Por lo menos, ya sabéis vosotros, corazoncitos, cuál es el tipo de idealismo y de fe en el Futuro que dominaba entre nosotros y justificaba la administración de muerte; la fe y el ideal contra los que tendréis que seguiros defendiendo.
¡Que nunca os vuelvan a meter en otra como ésta, viditas desconocidas!
Desde el abismo del no ser os lleguen mis desesperaciones y cariños, y, salud!
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