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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Prototipos ejemplares de la escultura actual

Allan McCollumGalería Weber, Alexander y Cobo.Doctor Fourquet, 12. Madrid. Del 4 de febrero al 11 de abril de 1992.John DuffGalería 57. Columela, 3. Madrid.

Del 12 de febrero al 4 de abril de 1992

La feliz coincidencia de exponer simultáneamente en Madrid dos de los más relevantes escultores norteamericanos actuales, como lo son Alan McCollum (Los Ángeles, Califorma, 1944) y John Duff (Lafayette, Indiana, 1943), y además en ambos casos presentando obra reciente, nos permite no sólo adentrarnos una vez más en ese vago y polémico territorio de lo que hoy seguimos llamando escultura, sino también hacerlo con artistas que han despertado la atención crítica internacional durante estos últimos años. Por otra parte, esta coincidencia se hace más rica si recordamos que también pueden seguir contemplándose ahora mismo las muestras de los también norteamericanos

Robert Gober y Robert Therrien, y, claro, desde otra perspectiva, la obra magistral de Richard Serra, estas tres últimas en el Centro de Arte Reina Sofía.

Raíces plásticas

Nacidos los cuatro más jóvenes en la década de los cuarenta, salvo Gober, que lo hizo en 1954, comparten todos unas mismas raíces plásticas inspiradas en el minimalismo y el arte conceptual, así como también, característica ésta de los artistas que se han dado a conocer a partir de los ochenta, una misma interpretación heterodoxa de las mismas. Más formalistas Duff y Therrien, al hablar de McCollum y de Gober no dudaría, sin embargo, en citar como sus eslabones necesarios a Artschwager y, sobre todo, a Nauman, este último con sus violentas paradojas y su sorprendente versatilidad la figura histórica que más fascinación e influencia está ejerciendo sobre una gran parte de las obra de muchos artistas actuales.

Esto es algo que me parece evidente al contemplar la exposición actual de Alan McCollum, cuya instalación a partir de la repetición serial del perro muerto encontrado en la exhumación de Pompeya guarda una estrecha relación con la pieza Alegorías del modernismo, de Bruce Naumann. Alan McCallum, que se hizo famoso en los ochenta con la serie infinitamente repetida de un jarrón común, en el que la única variación consistía. en los diferentes tamaños y colores de este único prototipo, ahora no sólo lo ha cambiado por ese nuevo del perro pompeyano, fraguado en un blanco calcáreo, sino que lo coloca sobre un mismo soporte repetido. El soporte elegido en esta ocasión es una caja de madera pintada en forma rectangular que semeja la aséptica plataforma donde en cualquier museo arqueológico se disponen las piezas, limitando en este caso las variaciones al cambio de posición del perro.

A primera vista, cuando se contemplan las alineaciones de cinco o seis filas de esta misma blanca figura seriada ocupando cada una de las estancias, el efecto es impresionante, pero no sólo por el comparativamente mayor carácter trágico de esta patética imagen del animal congelado en una terrible instantánea dolorosa, sino por su mucho más amplia y honda implicación retrospectiva, que nos hace ver toda la escultura, y en realidad, toda la historia del arte, como una misma trágica repetición, como una misma mueca: vital embalsamada gracias a una capa de cenizas, en este caso de color blanco inmaculado, como los moldes de yeso que han acompañado desde tiempo inmemorial el que hacer cotidiano convencional del oficio.

Repetición

La exposición que ahora podemos contemplar de Alan McCollum nos lleva, por otra parte, al mundo de la repetición en el arte y la literatura contemporáneos, y, obviamente, a su dimensión filosófica, cuestión en este campo no sólo esclarecida por el popular ensayo de Gilles Deleuze titulado Diferencia y repetición, sino mucho antes por ese otro del también autor francés Gabriel de Tarde, publicado en 1895 con el menos significativo título de Las leyes de la imitación, una obra verdaderamente admirable, hoy por fin en vías de definitiva recuperación.

La trayectoria de Duff es, sin embargo, bien distinta, y no parece tan abruptamente alejada de la secuencia más ortodoxamente posminimalista. De hecho, la sensualidad de algunas de sus formas orgánicas y la delicada brillantez con que maneja la fibra de vidrio pintada nos recuerda, a veces, el mundo de Eva Hesse.

Esa filiación sensible no impide que Duff actúe con el libertinaje característico de los años ochenta, lo que supone pintar las piezas, distorsionar su estricta lectura formal dotando al objeto de una apertura simbólica, o, asimismo, relacionando lo orgánico, lo antropológico, histórico, desde perspectivas cruzadas. El sentido plástico, la refinada sensibilidad, y, en general, la presencia de un control reflexivo de la forma, hacen que Duff parezca siempre más clásico, lo que es justo.

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