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Tribuna
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Como burros

Dositea"Así debían de ir los judíos en los vagones de ganado", piensa Dositea. Ligero mareo. Su propio brazo, que no puede mover, le oprime el pecho, y comienza a sentir ella también ganas de llorar. Como la chica dos cabezas a la izquierda, que dice que debe de tener sangre en el pie pues lo siente mojado. "No, hija", le dice la mujer a su lado: "lo que ocurre es que, como has perdido el zapato, sientes frío... Mejor perder el zapato que no el bolso, como yo". Y añade: "No hay derecho".

Dositea no quería subir. Se había bajado en la estación de Atocha del tren de Leganés, y ya en los pasillos hacia el metro pensó que se tenía que haber quedado en casa. Lo que está pasando no vale 3.200 pesetas. Lo mismo debieron pensar los cientos de personas, en su mayor parte mujeres de la limpieza, que el miércoles a las diez de la mañana descubrían hasta dónde puede llegar una huelga de metro. Hasta no poder regresar, por ejemplo, hasta ser subidas por la masa al vagón, y luego ser bajadas dos estaciones más allá, cuando a la masa le apetece.

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En el trayecto de Atocha, Antón Martín, Tirso, Sol, Gran Vía, Bilbao, Iglesias y Ríos Rosas, Dositea ha visto cómo la policía bajaba a los chavales que se subían en las medianeras de los vagones y cómo la gente arrancaba los manifiestos de los huelguistas, y ha recibido un chorreo a dos voces porque se le ocurrió intentar defender a los huelguistas, a quien alguien proponía que los echen: "Tendrán hijos", recordó, supremo argumento pues ella idolatra a los suyos.

-"¿Le pasa algo, señora?, pregunta el hombre cuya barba Dositea elude desde hace cuatro estaciones de calvario. "Me ahogo" dice Dositea, roja de vergüenza. El hombre se arranca el brazo de donde lo tiene prisionero y lo levanta por encima de su cabeza para abrirle un huequecito. "Si todos fueran así...", piensa Dositea. "Vivimos como burros".

Hernán

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"Mañana tendré que levantarme a las cinco", piensa Hernán el jueves a las seis y media, agobiado en el atasco de la carretera de La Coruña. En los últimos dos años ha ido adelantando la hora de levantarse a razón de quince minutos por trimestre.

Ayer fueron otros quince, hoy otros quince, y mañana otros quince: tres trimestres en tres días, y quién sabe si servirá: ayer no encontró aparcamiento hasta la cuarta vuelta -trabaja en la zona de Iglesia-, y por el tráfico, supone que hoy tampoco.

Desde Las Rozas ha rodado seguido hasta Pozuelo pero entonces el chorro ha frenado a la misma lentitud de melaza que otros días a las siete y media, hasta el cuello de botella de Moncloa, con túnel y todo.

Hernán, parado, mira la luz alta del obsceno mirador que tiene que padecer desde hace meses en lo alto de Moncloa.

Según dicen, es para observarle.

Frena, para y pone el punto neutro por 67ª vez. Mira las luces del mirador. Golpea el volante con el puño y jura. No puede hacer más.

Isabel

"Sentiiir... que es un soplo la vida, que veinte años no es nada... " canta Carlos Gardel en el walk-woman de Isabel mientras camina por la calle Génova hacia Televisión Española, a kilómetros de allí. Es mediodía, se ha duchado hace dos horas, aún huele a colonia y, frente a ella, sé alarga una cola de coches sin fin ni comienzo, puestos ahí desde el principio de los tiempos, en un purgatorio eterno para todos: justos e injustos.

Se siente joven. Hacía quince años que no caminaba (desde que iba al colegio, por la costa, en Vigo) y, aunque dolorida y ampollada por la prueba de ayer, sabe que tiene el privilegio de no desesperarse en un coche ni ahogarse en el metro.

Gaseada por los escapes de gasolina, provocada por las bocinas, amenazada por los motos sobre las aceras y agredida por una ciudad cada vez más megalómana y hortera, siente que al menos caminando puede ir a donde quiere. No es poco.

Pedro Sorela es escritor y periodista. Sólo los nombres de este relato son ficticios.

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