Madrid en silla de ruedas
25.000 minusválidos sufren una ciudad que consideran inaccesible e insolidaria
Uno, dos tres, cuatro... Aquilina Cava lleva toda la vida, 33 años, contando escalones, vaya donde vaya. La poliomielitis le dejó unas piernas de niña, una ristra de operaciones y la silla de ruedas, que maneja con bastante mala leche. Y la verdad es que en Madrid hay escalones por todas partes. Un día cualquiera, sólo para salir de casa, Aquilina tiene que superar 11 en su portal del barrio del Pilar, y la tiene que subir y bajar una madre que dice de ella: "Tiene unas naríces..." Luego se sube a su coche y se hace 15 kilómetros para ir a clase, a un instituto de San Sebastián de los Reyes con rampa, teniendo uno enfrente de casa.Aquilina se pasa la vida dándoles conferencias a los arquitectos porque, dice, "minusválido en potencia somos todos". Tiene razón. Tres españoles se sientan cada día por primera vez, y para siempre, en una silla de ruedas; 1.000 al año.
"No tengo ni idea"
Un día cualquiera, si va a la sede de la UNED, donde piensa estudiar el curso próximo, hace lo de siempre: despotricar porque algún coche le impide subir a la acera sin dar rodeos. Respira: hay rampa. "¿Tiene información sobre los accesos de los centros?", le dice, subiendo la nariz, a la funcionaria.
-"¿Accesos? Se puede acceder con el curso normal", responde la mujer.
"No, accesos para mí".
"Huy, no tengo ni idea, bonita. Llama al centro que te interese"
Aquilina no podría ir a estudiar a clase sola a la Autónoma. Ni a la Politécnica, hasta que se cumpla un convenio de adaptación que el Inserso está a punto de firmar con esta última universidad. La Complutense, como la UNED, no tiene adaptados al menos uno de cada tres edificios, según un informe del Defensor del Pueblo. Tampoco puede ir, por ejemplo, al Ministerio de Agricultura. No cabe en el ascensor ni podrá subir los 19 escalones alfombrados.
"De décima, somos ciudadanos de décima", masculla, enfadadísima Aquilina cuando, para llegar a los andenes de la nueva estación de Atocha, ha tenido que ir hasta Vallecas, como dice ella, para conseguir que un ascensor, al final de los andenes, la lleve a pie de tren. La verdad es que para los que andan el camino es mucho más corto. Y para salir de la estación, la pendiente de la cuesta le levanta la silla.
Tampoco ha podido ir al ambulatorio del barrio, aunque una señorita dice que si es necesario le atenderá la doctora en la planta baja. Ni ha logrado entrar en una oficina de Banesto de Atocha, con un esplendoroso escalón de mármol a la puerta que es sólo el anuncio de otros cuatro.
"La cultura nos trata inejor", dice Pilar Ramiro, de la Confederación de Minusválidos de Madrid. La silla de ruedas puede entrar en el Prado y en cinco importantes museos más. También puede circular por el Auditorio Nacional, según una guía para viajeros minusválidos que editará este mes EL PAIS-Aguilar.
Aquilina necesita constantemente ayuda para cruzar bordillos de un palmo de alto y superar otros que fueron rebajados por una ordenanza municipal de hace 12 años. "El 80% están mal ejecutados", se queja José Manuel Guerrero, un técnico del Centro Estatal de Autonomía Personal y Ayudas Técnicas, dependiente del Inserso; "superan los dos centímetros y no se pueden subir". "Sólo los más audaces lo logran", dice José Rodríguez, presidente de la Federación de Asociaciones de Minusválidos Físicos de la CAM (Famina).
Y Juan Francisco Antón, tetrapléjico por accidente de moto, puede pasear sin ayuda sólo en su barrio, Palomeras Sureste, donde los bordillos son rampas, donde viven muchos impedidos que accedieron al 3% de casas protegidas adaptadas. La modificación de Vallecas Villa se remata estos días. Las dos áreas registran la mayor densidad de minusválidos de la ciudad.
"Somos muchos, pero no se nos ve", se lamenta una inválida. Todos dicen lo mismo. Que por Madrid no se pueden mover solos, que es una ciudad inaccesible.
A cinco palmos del suelo
Ella no sabía hasta su primer paseo con la silla que si mete la rueda en un bache no sale, que las rejas de las alcantarillas son cepos, que esos absurdos bordillos bajos son tan insalvables como los otros, que el carro se va con una leve pendiente lateral, que bajar al empedrado es como ir de rally. Porque de las aceras ya no son aceras, sino selvas de cubos de basuras, papeleras, y motos.A los pocos minutos sólo ve escalones, como ése -"qué alto es", piensa- que le separa del jersey rebajado en una tienda de Preciados. La gente que deambula por la calle o que soba las blusas en El Corte Inglés ignora su metro de estatura y ella tiene que agarrarse a las varillas de las ruedas para no llevárselos por delante y, si se los lleva, son ellos los que se disculpan. "Perdone", dice la chica. "No, perdona tú", responden.
Cine y pañales
Un muchacho despistado se presta a subirle el escalón de una cafetería con dos puertas de cristal una detrás de otra. "Mira, tú pisas la barra de atrás y me levantas un poco", le explica ella. El chico lo hace muy bien y una señora espontánea abre las puertas. Qué solidaridad, qué bárbaro, piensa. Igual son los dueños de los coches que ciegan la esquina de al lado, donde quedó atrapada poco antes. Si te ven, te ayudan; si no, no existes, se dice ella, que también aparcaba en cualquier sitio y que ahora los mataría.
Entre señoras que meriendan y miran, llega a una barra altísima con gentes sentadas a la altura de su pecho. Menos mal que el camarero la ve. Quiere llamar por teléfono, pero no, no es como antes. Antes bajaba los 20 escalones y no lo sabía, y quería ir al baño y lo mismo. Ahora, si le entra el apretón se aguantará. "Hay que salir con dodotis", le dijeron.
EL PAIS dice que ese cine del centro es accesible sólo con bastones, la Guía del Ocio pinta - una sIlla de ruedas. Hay dos señores escalones a la entrada. Ya sabía que no había que fiarse mucho. El acomodador dice que se puede quedar en la silla. Pero ella se mueve a una butaca y un señor se lleva el carro. No puede estar en el pasillo. La chica se queda pensando que si hay un incendio dónde estarán sus piernas.
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