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Tribuna:
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La policía, si leyese estas líneas...

Ver a un Sánchez Ferlosio subido al techo de la cabina de un autobús de la Empresa Municipal de Transportes y elevando la voz ante un río de gente que le aclama, es una gesta inolvidable. Y aun reconociendo que el del autobús no era el escritor mirífico, sino su hermano Chicho, a la sazón cantautor de protesta universitaria, la escena es de las que no se borran. Los estudiantes salíamos de Letras o de Biológicas como lo que entonces se era, como angry young men mirando siempre hacia atrás con ira y con el ojo puesto en la posible porra del gris, y allí estaba el Regaso inmovilizado, el 62, si no recuerdo mal, con Chicho encima. Cantando.La revolución estudiantil de los 10 años (1956-1966, 10 esenciales años que no cambiaron el mundo de Franco pero quizá sí sacudieron el polvo de la cama de la historia) tuvo mucho acompañamiento musical. Algún novelista en busca de escenas de color ha evocado ya el impacto de los conciertos de Raimon en la madrileña Facultad de Económicas, incluyendo los que no se llegaron a dar, otros jóvenes de época, de la época quiero decir, eran menos costumbristas y se ponían discos importados de Velvet Underground, pero yo no me saco de la cabeza el día en que en el Paraninfo de la Complutense (que un estudiante amigo muy activista y muy aliterativo llamaba "complotense") oí cantar a Chicho Sánchez Ferlosio una coplilla ácida y divertida cuyo estribillo decía así: "La policía, si oyese estas canciones, se enfadaría". Al poco, flotando aún sobre las cabezas convencidas los aires de aquella voz rauca, cantautor y público asistente nos dispersábamos a la carrera ante la llegada de la policía montada, presumiblemente enfadada.

Uno de los deberes nuestros de la democracia ha sido tener que oír la voz de mando de la policía, como el poeta ruso Mandelshtam, que en el rumor del tiempo estaliniano se paraba a escuchar, con el "gorro invernal del escritor", el anuncio de su propia condena a muerte. Llevamos 15 años escuchando a las fuerzas del orden (antes no hacía falta: se las veía tanto). En los primeros ocho de la transición, las orejas se alzaban picudas hacia los cuarteles acorazados: en su interior se oían sablazos y alguna que otra salva de ordenanza, pero nadie, parece ser, estaba preparado para el big bang del 23 de febrero, que hay años en que puede ser el mes más cruel. En todo ese periodo, la policía, naturalmente, estaba ahí, y ay del que lo olvidara; numerosos sucesos, con ellos como víctimas o causando víctimas, nos la recordaba. Pero los tres ejércitos llamaban mucho la atención. Replegadas ahora las Fuerzas Armadas, diríase que definitivamente, a los cuarteles de invierno de una milicia intereuropea, informatizada y ojalá que invisible, la policía, en sus variables gamas de color, continúa en la calle, lugar en el que su presencia es, desde luego, muy conveniente. De lo que no estoy tan seguro es de que, resuelto el problema militar, el Gobierno de la nación sepa o quiera poner a la policía en su sitio.

Y es en ese sentido en el que me parece que todo lo que se ha venido diciendo o yo he podido leer a favor y en contra de la tristemente célebre ley Corcuera, incluyendo, por supuesto, su articulado entero, elude la mención a lo que con ella efectivamente se pretende o a pesar de ella se tiene que hacer: fijar el alcance de la larga mano de la policía armada; y tan armada. De la policía armada española en la España actual, y no de la figuración ideal de las funciones de un cuerpo de vigilancia y represión del delito en un Estado modelo.

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Se han escuchado en el largo debate público de esta ley -cuya previsible aprobación por las dos cámaras no ha de ponerle punto final- muchas voces, sensatas e insensatas, soeces y cómicas, intolerablemente descalificadoras e injuriosas en lo personal tanto de un lado como del otro; a quien no se ha oído, salvo de forma subrepticia en comunicados sindicales semiclandestinos, es a la verdadera protagonista de la ley, la policía. Y en este caso sí que habría que oírla: para saber dónde estamos, en relación (de fuerza) a ella, todos los demás. Y habría que oírla porque el poco edificante discurso de los políticos gubernamentales más vociferantes no hace sino suplantar una voz policial o policiaca (no necesariamente coincidente con la voz de los policías), y, basándose en un principio de orden que, en principio, podría ser aceptable en circunstancias especiales, escurrir el pesado bulto de la realidad: la realidad de nuestra policía.

Las personas más entendidas que yo en esta cuestión han hecho los distingos pertinentes en tomo, esencialmente, a los artículos 20 y 21 y a ciertas palabras hoy examinadas a lupa en todos sus puntos y quizá pronto sabidas por todos a punta de pistola: requerir, retener, flagrancia, evidencia, conocimiento fundado. Por otro lado, leo en un suelto navideño unas declaraciones del. señor Conde-Duque -quien pese a la prosapia del nombre sólo es director general de la Policía- en las que pretende tranquilizar a la policía, cosa perfectamente comprensible en un país en el que este cuerpo, aparte de los normales combates delictivos, sufre tan crudamente en su carne el despiadado embate del terrorismo. El señor Conde-Duque dice querer crear las condiciones adecuadas para llegar a una policía "profesional y eficaz", regida por la disciplina y mejorada por un necesario aumento de plantilla. No sé si soy incauto, pero me sorprendió leer, en una de sus raras comparecencias, esas palabras tan loablemente neutrales del director general y no leer nada, como si no fuera con él, acerca de la ley que tendrá a sus subordinados como ejecutores y chivos condenatorios.

En referencia a la policía, a mí me apetecería oír hablar de factores más inmediatos. A ningún colectivo armado y pagado por la ciudadanía se le puede entregar el arma del secuestro (¿legal?) de las personas, la potestad de arrancar puertas en la madrugada sin mandato legal guiados por el pesquis de una maruja de la vecindad con problemas de insomnio, el control de las identificaciones ilimitadas y el fichado sin autorización, la venia de avisar a jueces y familia del estado del corpus habido y de las razones de su retención o requerimiento. A ninguno. Ni en Inglaterra, ni en Turquía, ni siquiera en Suecia, donde los policías son de melena rubia y se sabe que dan camelias a las ancianas en los semáforos. Pero, dicho con el máximo respeto humano a los componentes de esos cuerpos, a nuestra policía esas patentes de dudosa constitucionalidad aún se les pueden entregar menos. A una policía que procede en buen número de sus mandos de la etapa anterior, formada en una base de criterios autoritarios e inflexibles, reclutada entre las capas menos informadas y en los territorios más montaraces del país, transformada desde los días en que aún se enfadaba con las coplas de Chicho Sánchez Ferlosio más, creo yo, en su aparato externo que en los moldes de conducta, y que, dejando ahora de lado el origen social, comparte -digámoslo con la culpa que a todos nos corresponde- los mismos niveles de incivilidad, bravuconería, impertinencia, fogosidad, improvisación y chapucería administrativa del español medio de hoy. Sólo que ellos van tocados con una gorra de respeto y llevan pistola al cinto.

A una policía que, sin tener que recurrir a la letanía de sus casos más desdichadamente notorios, aparece a diario en las noticias como titular de equivocaciones trágicas, borracheras en bares de carretera saldadas en puro estilo western, "disparos al aire" que penetran por el esternón de los novios más ardientes, retenciones indebidas, subidas de tono callejeras, corrupciones mafiosas, hasta el punto de que se podría crear una sección fija en los periódicos, semejante a la de cumpleaños o meteorología, titulada Fe de errores policiales. A esa policía a la que, no debería hacer falta decirlo, uno como ciudadano debe un limitado respeto y en el caso español, reconocimiento veraz por la entrega de tantas vidas cobardemente truncadas- no se le puede entregar el documento arbitrista, bienintencionado, maleado, voluntarista y, teñido de excepcionalidad de esa Ley de Seguridad Ciudadana con la que el Gobierno no se sabe si pretende calmarla, contentarla, darle relumbrón, quitárselo, quitarse él de encima la patata caliente de la inseguridad. Lo más probable es que, gracias a ella, la condene a la sospecha y al antagonismo del ciudadano a cambio de un plato de lentejas servido en rutilante vajilla de ley y seguramente poco apetecible para una buena parte de sus integrantes.

En marzo de 1968 se produjeron en Roma unos graves enfrentamientos entre la policía y los estudiantes. Hubo encontronazos violentos, gases lacrimógenos, heridos. Pier Paolo Pasolini, metido de lleno en ese momento en su película Teorema, pero poeta siempre transhumanado con el prurito de "no temer la realidad", publicó de inmediato en la prensa unos versos que levantaron una tormenta. El radical de izquierda comunista veía en la batalla campal una contienda entre dos segmentos de la juventud, la burguesa progresista y la proletaria sin conciencia de clase, y en el reparto de golpes " ¡yo simpatizaba con la policía!". El prisma de Pasolini es, naturalmente, estético, por mucho que él pensara estar haciendo antropología social. "Los policías son hijos de los pobres. / Vienen de periferias", escribía el poeta. "Además, mirad cómo los visten: como payasos, / con esa tela áspera que huele a rancio". Frente a este romántico prototipo de marginalidad, Pasolini situaba a los universitarios, hijos de papá que, llevados de un "sagrado vandalismo", atacan "aunque de la parte / de la razón" a esos infelices excluidos que "tienen 20 años, vuestra edad, queridos y queridas".

Es frecuente el esteticismo frente a los uniformes. Y hay dos esteticismos en el mundo, como hay dos de todo, por mucho que ahora vengan diciendo que no. Hay un esteticista de derechas al que se le cae la baba con el paso de oca de los ejércitos y el silbato de la policía. Y hay otro a la izquierda no menos bobalicón, por perdonavidas y paternal, que aureola de privilegio el gesto sacrificial de los explotados, vayan o no de paisano. Yo no quiero con estas líneas afear a la policía y tampoco embellecerla llevándola al dudoso estado de gracia en el que unos políticos inseguros quieren entronizarla. Pasolini sentía amor por ellos porque le parecían humillados y resentidos ("el ser odiados, hace odiar"). Hay quienes pretenden condecorarles con la palma del martirio o la estrella de sheriff. A mí me encantaría encontrármelos como funcionarios eficaces, disciplinados, bien pagados y sindicados, educados en la ley y con las leyes en la mano, no con mi carnet de identidad en la boca: en la mía y, mucho menos, en la de Corcuera.

es escritor.

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