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Desigual versión de 'Il barbiere' en el bicentenario del nacimiento de Rossini

El compositor italiano y Sevilla inauguran la temporada de la Ópera de Roma

Dos grandes palacios separados por una escalinata muy empinada y una gran fuente central definen la plaza donde transcurren las aventuras amorosas del conde de Almaviva. Hay mucho toque de barroco español, mucho azulejo, cancelas, celosías y, a veces, una luz fuerte de sol en caída plana. El decorado, realizado a escala real, es magnífico, aunque no evoque necesariamente a Sevilla ni a ninguna otra ciudad española. Tampoco es seguro que Gian Paolo Cresci, nuevo y controvertido superintendente de la ópera de Roma, haya querido homenajear a la ciudad de la Expo 92 poniendo en escena este Barbiere para abrir su temporada.

El homenaje indudable es para Gloachino Rossini, un compositor popular del que un admirador de postín, el siempre citado Stendhal, dijo que era el hombre más nombrado de su tiempo "en Moscú y en Nápoles, en Londres y en Viena, en París y en Calcuta".Rossini no había cumplido 32 años cuando mereció tales alabanzas. Le quedaban sólo seis para abandonar la actividad musical -salvo el paréntesis del Stabat Mater que comenzó a componer en Madrid, para no terminarlo- y dedicarse a vivir confortablemente entre Bolonia y París, donde murió en 1868 y se hizo famoso por sus tertulias.

Pero en 1823, cuando Stendhal le dedicó aquellos elogios, Rossini todavía no había compuesto El viaje a Reims ni el Moisés y Faraón ni Guillermo Tell. Y el autor de Rojo y negro le consideraba ya un genio igual, si no mayor, que Mozart.

El juicio del escritor francés, apasionado por Italia, puede resultar hoy discutible, pero esto no explica que de las clamorosas y machaconas celebraciones del bicentenario de la muerte del compositor salzburgués se haya pasado al bicentenario del nacimiento de Rossini con ambiciones, hasta aquí, discretas. Es cierto que los genios pasan a la historia por su muerte, que marca la conclusión fatal de una obra, y que esto plantea a menudo la paradoja, tratándose de celebraciones, de que sea ésa la fecha que más cuenta.

Populismo

En Italia, el San Carlo de la ciudad de Nápoles, un teatro artísticamente sólido, inauguró la temporada con Elisabetta regina d'Inghilterra, que concitó a dos grandes tenores rossinianos: Rockwell Blake y Chris Merrit.

La Fenice de Venecia pondrá en escena La italiana en Argel y Semiramides. Muti dirigirá en junio La donna del lago, en la Scala, y el festival de Pesaro, la ciudad natal de Rossini, llevará probablemente al cenit las conmemoraciones.

La ópera de Roma, dada la vocación de populista sin complejos de su superintendente, tenía que elegir El barbero de Sevilla, y Cresci decidió además encomendar la dirección de escena a Carlos Verdone, un director de cine con fama populista también él y muy popular en Italia.

El resultado ha sido un mixto de pitos y bravos en un estreno de gala que quedará marcado por el desprendimiento de parte de un cielo raso de los accesos a la sala y de una pequeña lámpara. Un hecho insignificante y sin consecuencias.

Es verdad que el Figaro pintado por Verdone resulta un tanto canalla, y a ello contribuyen algunas tosquedades vocales del barítono que lo encarna; que en el primer cuadro hay demasiadas invenciones teatrales -escenas en las que aparecen ladrones, prostitutas, curas y monjas- destinadas a entretener al respetable durante los recitativos; que la dirección musical encomendada a Piero Bellugi resulta morosa y, sobre todo, que las limitaciones vocales del elenco de jóvenes y desconocidos cantantes, del que desertó Anna Caterina Antonacci y al que Rockwell Blake no se incorporará hasta dentro de unas semanas, son demasiadas.

Pero en general la obra se deja ver y hay pasajes en que todo transcurre con fluidez, tanto en lo musical como en la escena, aunque sin llegar a hacer plena justicia al genio rossiniano que se conmemora.

La pasión de los pitos y los bravos tiene en cualquier caso que ver con la personalidad de Gian Paolo Cresci, empresario ajeno hasta ahora a la música, amigo de Andreotti y de Cossiga, que ha asumido incluso la dirección artística de un teatro en decadencia desde los años setenta por razones mayormente políticas. Roma es así, y no hace falta que se caigan las lámparas para que surja la polémica.

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