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El segundo despertar de Marty McFly

En estos días he visto de nuevo Regreso al futuro, una de mis películas favoritas de los años ochenta y en la que siempre me ha parecido ver un excelente resumen del espíritu de la América de Reagan. Marty McFly, el hijo menor de una desastrosa familia de clase media, viaja en el tiempo hasta 1955, donde encuentra a sus padres cuando son dos adolescentes que apenas se conocen. Ante el riesgo de que no lleguen a emparejarse y le condenen al limbo de la inexistencia, Marty media entre ellos, y al hacerlo cambia a la vez su propia vida, pues crea las condiciones para que su padre, George, escape a un destino de eterno fracasado al encontrar dentro de sí un hasta entonces ignorado coraje (también logra que un tal Marvin Berry descubra a su primo Chuck las posibilidades sonoras de Johnny B. Good y de una cierta forma de hacer rock and roll). De regreso a nuestra época, Marty encuentra al despertar que su familia es ahora un hogar de triunfadores: su padre tiene un buen empleo y escribe, su madre es bella y feliz, su hermana está rodeada de admiradores y su hermano ya no vende hamburguesas, sino que es un admirable ejecutivo. Todos están en espléndida forma física, y no sólo no fuman, sino que su madre ha abandonado una afición al vodka que le estaba perjudicando seriamente en su aspecto y sus facultades mentales. La casa es hermosa y elegante, y el parásito social que antes esclavizaba a George (y que gracias a Marty ya fuera puesto enérgicamente a raya en 1955) se ha convertido en su chico de los recados.

Como todo el mundo sabe, desde el empantanamiento en Vietnam se extendió entre los ciudadanos de Estados Unidos el sentimiento de que el sueño americano se había desvanecido en algún momento posterior a la II Guerra Mundial. La vieja generación no entendía a los jóvenes radicales, y éstos no en tendían que ese sueño hubiera conducido al napalm y al escándalo del Watergate. Y final mente, nadie podía entender la pérdida de poder económico, las humillaciones internacionales (los rehenes de Teherán), la caída del dólar y la imagen de fracaso general del país. En aquellos años compuso Stephen Stills una canción con un final terrible: "América, el sueño se ha extraviado y nos está matando a ti y a mí".

Quienes votaron a Reagan no eran creyentes fanáticos en la curva de Laffer, ni lectores de Hayek o Nozick. Eran gente muy desorientada ante el derrumbamiento del sueño, que necesitaba creer en alguien que les prometía volver a hacer grande a América y que les ofrecía volver a los buenos tiempos: sin burocracia, con un Ejército poderoso y una economía pujante. Cuando se estrenó Regreso al futuro, en 1985, el sueño parecía estar de vuelta la economía crecía, Estados Unidos volvía a ser la primera potencia mundial y los ciudadanos de clase media volvían a sentir el orgullo de ser americanos. Lo mejor estaba aún por venir: la apabullante victoria sobre Irak y el definitivo colapso de la Unión Soviética en 1991. El país se convertiría así en la única e indiscutida potencia mundial.

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Y sin embargo, en este momento se ha producido el segundo despertar de Marty McFly: su familia está endeudada hasta las pestañas, su hermano va a perder su empleo, la boutique de su hermana pierde dinero, a su propio padre le han bajado el sueldo. Probablemente tendrán que vender la casa y mudarse a un barrio más barato, habrá que vigilar cada gasto. Ahora los McFly son sin duda una familia mucho más feliz que antes del viaje de Marty al pasado, pero también tienen problemas que en su primer despertar Marty no imaginaba, deslumbrado por el contraste entre el antes y el después. Tienen muy buen aspecto, pero atraviesan una grave crisis económica, y no sólo ellos, sino también sus amigos y conocidos. Todo el país, probablemente, ha pasado vanos anos viviendo por encima de sus posibilidades, y llega el momento de ajustar cuentas.

Volver a ver Regreso al futuro ahora, en el sombrío contexto de las previsiones pesimistas de la Reserva Federal y de la imagen algo patética del presidente Bush comprando calcetines en unos grandes almacenes para estimular el consumo navideño y reactivar la economía, sugiere casi inevitablemente esa interpretación un poco fatalista sobre la ineficacia de los esfuerzos de Marty McFly por cambiar la historia. Pero quizá no convenga ir demasiado lejos en el pesimismo, o por lo menos puede ser bueno concretar las razones para el pesimismo, en vez de permitir que se diluyan en un vago sentimiento bíblico de fatalidad.

Dicho de otra forma: EE UU ha recuperado el orgullo nacional, y eso seguramente es bueno. Para hacerlo se ha metido en un callejón económico sin salida visible, y eso es malo con toda certeza. La idea de que una economía compleja recupera su vitalidad y su ritmo de inversión por la sencilla vía de reducir los impuestos ha resultado ser un fiasco, que ha dejado al país endeudado con el exterior y al Estado endeudado con la sociedad. Puede que sea exagerado el rumor que atribuye a Laffer (el autor de la curva de marras) un voluntario retiro de. la vida académica, para montar una cadena de pizzerías o encabezar una orquesta de boleros (las versiones no coinciden en este punto), pero no cabe duda de que el neoconservadurismo ha probado ser mejor ideología que política económica.

Las consecuencias las pagamos todos: agotado el vapor de la locomotora norteamericana, las economías desarrolladas están en un momento de relativo estancamiento. Se ven así los límites de un modelo de crecimiento restringido a los mercados del Norte, lo que permitiría volver a argumentar, por razones de utilidad colectiva, la conveniencia de un modelo. de crecimiento compartido por el Norte y el Sur (sobre todo ahora que la CEPAL ofrece perspectivas positivas sobre la situación de América Latina en 1991). Pero esa es otra historia.

En cambio, se debería subrayar que, desde que ha recuperado su confianza en sí mismo, Estados Unidos parece haberse hecho mucho más sabio en su política internacional, a la vez que más modesto sobre sus fuerzas reales. Los redundantes y monótonos discursos antinorteamericanos nos impiden a veces valorar esa encomiable sensatez, como la rapidez con la que se han seguido los cambios en la antigua Unión Soviética nos han dejado aún poco tiempo para reflexionar sobre los riesgos que para la paz supone esa Comunidad de Estados Independientes, en clara bancarrota, humillada y hambrienta, con una notable potencia nuclear y una conflictiva relación entre la hegemónica Federación Rusa y los otros 10.

Pero si fuéramos coherentes, deberíamos desear que los McFly arreglaran sus finanzas familiares y que algún adolescente ruso pudiera volver al pasado (¿a 1917?)) para devolver la dignidad a los pueblos de lo que fuera la segunda potencia mundial, dándoles, dándonos a todos, una segunda oportunidad.

Ludolfo Paramio es director de la Fundación Pablo Iglesias.

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