Pintar sin pelos en la lengua
Pocos artistas tan corrosivos como Eduardo Arroyo se topa, uno hoy, habitualmente, por estos pagos creativos. Sea en la, escritura, el teatro, la escultura o, como en este caso, ese terreno central que resulta, para él, la pintura, Arroyo acostumbra a campar siempre, por sus respetos, brillante e intempestivo, sin cortarse nunca un pelo, soltando a diestro y siniestro verdades como puños.Sea ante aquello que ama o en lo que le causa alarma, el talante de Arroyo se define por una misma pasión inmoderada, que nada calla ni administra en mezquindad.
El soberbio ciclo de pinturas que componen esta nueva exposición madrileña de Eduardo Arroyo nace, a modo de paisaje después de la batalla, tras la confluencia de diversas catástrofes. Alguna de ellas privada, como la crítica enfermedad que sufrió; otras públicas, y ampliamente publicadas, que sí han dado al traste con buena parte de lo que se soñé como la consumación de la historia y que, en todo caso -aún habiendo mostrado su condición tenebrosa- parecía al menos tan recio e inconmovible como el ogro de los cuentos.
Eduardo Arroyo
Galería Gamarra y Garrigues.Doctor Fourquet, 12. Madrid. Enero y febrero.
Familias de espectros
De, un modo u otro, estas pinturas resultan una vía para conjurar ambas familias de espectros, a los privados en la misma acción pasional de afirmarse, de tentarse el cuerpo en el estentóreo el amor del propio discurso, y a los públicos, poniendo sin pudor el pincel en el puro centro de la llaga, sin cerrar filas entre la inconsciente euforia compartida de entrada por adversarios de siempre y conversos. Varios fantasmas personales,. recurrentes en la imaginación del pintor madrileño, acuden una vez más a la cita que componen estos cuadros. Así, las mujeres de tronío o los pintores autistas, perdidos en la piel del color. Pero ese febril prestidigitador de imágenes elocuentes que es Arroyo saca aquí también de la chistera un buen número. de sorpresas, inefables.Feliz es esa suerte de preciso alter ego que insinúa en el arquetipo de Cyrano, ese otro gran poeta pendenciero y excesivo en todo, entrañable y temible al tiempo, emblema del deseo inalcanzable, cuya lengua es siempre fuego, sea para mostrar cómo arde el corazón o cómo- abrasa a sus adversarios. Y particularmente sutil me resulta, a su vez" la mordaz complicidad que alienta en la evocación que el tríptico dedicado a Walter Benjamín hace de uno de los textos. más memorables del pensador alemán.
Pero, sin duda, los grandes peso! pesados que presiden esta exposición coinciden con dos telas que, al tiempo, son en cierto modo ejemplos impagables de pintura de historia, vinculados a sendas cuestiones clave del panorama reciente.
Con el 3 de octubre, dedicado, a la emblemática caída del muro berlinés, Arroyo pone en cuestión la contagiosa euforia acrítica que celebró sin medida la ocasión, ajena a cualquier sospecha sobre el horizonte final de la vertiginosa secuencia de fichas de dominó arrastrada por ese primer impulso, y que bien puede acabar despertando de nuevo -síntomas no faltan- algunos de los espectros más vergonzosos y devastadores de nuestra memoria secular.
El camarote de los hermanos marxistas, a su vez, pone en escena otro desastre paradigmático -más próximo aquí, para el artista, a la naturaleza del propio desengaño y, precisamente por ello, más amargo y visceral en su retrato- fijando enclave de farsa esa ceremonia de la confusión en la que ha dado. en desembocar la invencion misma de la esperanza.
Babelia
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